martes, 24 de abril de 2007

El niño de dentro

Durante un tiempo se nos dijo que la mayor parte de los problemas infantiles y juveniles se solucionaban con “una bofetada a tiempo”: una farola rota de un balonazo, una pelea contra los indeseables de 8º B, un suspenso en matemáticas o una mala contestación y ahí te encontrabas con el consejo… La mejor medicina era siempre una buena bofetada, eso sí, a tiempo.
El problema es que esos magníficos teóricos de la educación nunca se dignaron aclararnos cuándo era el tiempo oportuno, de forma que para muchos la vida –y la educación de sus hijos– se convertía en algo así como una partida de “siete y media”: que cuando no llegabas, te pasabas.
Hoy he defendido a un muchacho de apenas quince años que monta una bronca de espanto en una piscina, amenaza al socorrista, siembra el desasosiego y se marcha acompañado por la Guardia Civil, mientras se le pasaban los efectos del tranquimazin y la abundante cerveza. Sus padres son buena gente, pero sospecho que han llegado a tarde a la famosa bofetada. O quizá no. Me explico: apenas una hora después tenía otro juicio, esta vez con un buen hombre que cuando bebe demasiado –y demasiadas veces bebe demasiado– le da por quebrantar una “medida de alejamiento” de su ex pareja, berreando por la ciudad y los calabozos de la policía el sufrimiento de su corazón engañado y malherido… Y volviendo del juzgado pensaba que todos tenemos un niño dentro, al que de cuando en cuando hay que abofetear, sin miedo a llegar tarde o dos días antes, porque no es extraño que perdamos el punto de mira de nuestra vida y el rumbo se nos tuerza y convirtamos nuestra vida en algo irremediablemente extraño para nosotros mismos.
No sé, me parece que en fondo somos como el euribor, que si se descuida y no se controla, se dispara. Extraña cosa el corazón, extraña cosa.

martes, 17 de abril de 2007

Mi verdadero nombre

Mi madre me llama Néstor; Poti, Nestorcín. Mis hermanos y amigos, Néstor; los clientes que no tienen esta última condición, D. Néstor o Sr. Aparicio. Los extranjeros de Sudamérica, doctor Aparicio (y me emociono porque me acuerdo de mi padre); los gitanos, me dicen “ay, zeñoríiiiia” (así, como suena y con muchas íes). Gonzalo me llama “vitaminas”; Ramón, “Pantani” y Óscar, “Roberto Carlos”, por aquellas internadas mías por la banda izquierda…
Hay quien dice que nuestro verdadero nombre se nos dará cuando muramos (aquí, un ejemplo), pero yo creo que lo he descubierto esta misma mañana: mi verdadero nombre es “imbecil”.
En efecto, me lo ha hecho ver un abogado de Jaén que me llama para intentar solucionar un asunto que lleva dos años dando coletazos: –mira compañero, no solo no te voy a pagar las costas, ni los intereses, sino que además de voy a birlar seiscientos eurejos por la cara. –Es decir, que ni siquiera me ofreces el principal de mi demanda. –Nefecto, que diría Forges, me dijo con ese gracejo andaluz…
Me quedé sin habla, así que eché mano del pack de la señorita Pepis de mi secretaria, cogí el espejillo y ¡zas!: ahí estaba la cara del imbécil. He descifrado el misterio: ahora sé por qué mis clientes me ocultan la verdad y juran y perjuran que no robaron nada, cuando les pillaron con la caja de pescado en la mano (ay, Justino: ¿qué habrá sido de ti?); o no me dicen que han construido un sótano en una vivienda de protección oficial, en la que reclamo una ruina funcional; o por qué acusa al banco de un error en las trasferencias, cuando lleva once años (11) sin pagar la renta de casa…

sábado, 14 de abril de 2007

Acordaos de mi y olvidad mi destino

“Acordaos de mi”. No sé porqué, pero ayer me venían a la cabeza esas palabras: acordaos de mi.
Ayer nos fuimos a comer todos los del despacho; no faltó nadie, ni Rosa, que ha sido madre por segunda vez y continua de permiso. Ayer José Luis celebraba sus treinta años de colegiado: un 13 de abril de 1976 se daba de alta como abogado ejerciente en el Ilustre Colegio de Abogados de Ciudad Real, del que –con el tiempo– llegaría a ser decano, como su padre. A lo largo de treinta años de profesión se acumulan muchas anécdotas, mucha vida, muchos compañeros, jueces, fiscales y funcionarios que han desfilado ante sus ojos y que, como el agua sobre las piedras, han pasado sin dejar rastro. El caso es que nos reímos mucho recordando sucesos –los mismos de siempre, pero que nos hacen la misma gracia que la primera vez–: los clientes y amigos y sus ocurrencias, algún que otro asunto de tono más bien surrealista, el día a día del despacho que siempre da para mucho y nuestras propias ambiciones y esperanzas, que dan para mucho más.
Y me acorde de Héctor, “el derrotado: lo tenéis que recordar de pie, en la popa de aquella nave, rodeado por el fuego. Héctor, el muerto que por tres veces sería arrastrado por Aquiles alrededor de las murallas de su ciudad. A él tenéis que recordarlo vivo, y victorioso, y resplandeciente con sus armas de plata y de bronce. De una reina aprendí las palabras que ahora me han quedado y que quiero deciros a vosotros: acordaos de mí, acordaos de mí, y olvidad mi destino” (Alessandro Baricco, Homero, Ilíada).
Y me hice un propósito. Pase lo que pase en adelante, nada cambiará mi opinión por vosotros. Nada.

viernes, 6 de abril de 2007

Quitar importancia, o no dársela, a una cosa o a un asunto

“Pues ¿sabes que te digo? Que, a partir de ahora, todo es gratis: que has vuelto a nacer”, me dijo y se quedó tan fresco. Asentí. No hizo falta nada más, porque él y yo nos entendimos; porque desde hacía unas semanas había empezado la ardua tarea de aprender a trivializar lo trivial y dar importancia a lo verdaderamente importante.
El 11 de febrero de 2007 me desperté en el hospital con un generoso dolor de cabeza, veintiséis puntos de sutura y el ligero recuerdo de que –apenas unas horas antes– estaba montando en bici y bajando por la ladera de una montaña (es un decir, porque se trata de un cerro). Me caí, de cabeza y sin casco (siempre lo llevo), perdí el conocimiento y solo la rápida intervención de los que me acompañaban (Darío y Javi, gracias mil) evitó Dios sabe qué.
Tras cuarenta y ocho horas de observación, una semana de reposo y un mes de dolores diversos, me he repuesto y, de tal forma, que he vuelto a salir con mi bici de montaña (la foto, como documental).
Hasta aquí la introducción, porque en realidad pensaba escribir sobre la sentencia de un juzgado de lo penal que condena a un padre de familia a tres meses y veintiún días de prisión y quince meses de alejamiento de su hija, por agredirla con una zapatilla; considera el magistrado que la reacción del acusado no fue ni "proporcionada ni oportuna ni necesaria". Un zapatillazo... No soy hombre de consejos, pero a ese juez y a esa pobre familia, les daría uno: trivializad las cosas y disfrutad de la vida.

lunes, 2 de abril de 2007

Nunca me ha defraudado

Bien, lo cierto es que en ocasiones voy al Asilo de las Hermanas de los Ancianitos Desamparados a ayudar a servir las cenas, dar conversación a los ancianos y recoger los servicios. Voy menos de lo que debería, pero el caso es que tampoco ayuda mucho el hecho de que la cena se sirva a las 19.30 horas.
Este domingo fui. Llegué tarde y –como estaba especialmente torpe– hice mal la mayoría de las cosas que intenté: casi derribo a un anciano al dar marcha atrás con una pila de platos, recogí los vasos (que los domingos-night no se recogen) y me llevé el plato de un residente cuando aún no había terminado su plátano... En definitiva, creo que colaboré de forma bastante eficaz al desamparo de los ancianitos, pero me puse a buenas con el mundo, porque al fin y al cabo creo que es más lo que ellos hacen por mi, que lo que yo pueda hacer por ellos. Me hacen pisar la tierra en la que vivo.
Al acabar y mientras me despedía, topé con la portera –monja, por cierto, y de un fino sentido del humor– y me enganche porque ella tenía ganas de hablar y porque fuera llovía y no tenía ganas de mojarme (esperaré a que escampe, me dije). La monja me contó que había hecho sus bodas de oro (¡50 años!) y que “nunca había estado tan feliz como ahora”. Algo me hizo escuchar esa voz suave y cadenciosa: “Dios me sedujo y yo me dejé seducir… y desde entonces nunca me ha defraudado”.
Pensé: nunca. Es demasiado. De regreso a mi casa traté de meterme de lleno en “El enigma de las arenas” (Robert Erskine Childers) pero no dejaba de dar vueltas al torpedo que me había lanzado la monja: nunca me ha defraudado. Definitivamente había topado con una mujer enamorada perdidamente, que conserva –al cabo de cincuenta años– un amor dulce de recién casada. Mientras haya gente así en esta tierra no está todo perdido.