lunes, 31 de diciembre de 2007

Adios muchachos

Cuando en diciembre de 2005 me eligieron presidente de la agrupación de jóvenes abogados de Ciudad Real, no imaginé que viviría tan intensamente los próximos dos años. Hemos vivido rápido en este tiempo y ahora que me voy, que lo dejo, echo la vista atrás y contemplo pasmado el panorama de cursos y jornadas, de fiestas, de partidos de fútbol y, sobre todo, de amigos, de buenos momentos pasados en su compañía. No me voy –no me quiero ir– ni desnudo, ni ligero de equipaje, porque he cargado las maletas de un buen puñado de amigos inolvidables e inseparables: Óscar –ahora secretario del Colegio– y Ramón y José Luís y Javi y Santiago, mi entrañable confidente. Cuántas historias, cuántos recuerdos hemos acumulado solo para nosotros: el affaire del paraguas en Santiago, el tigre de Tenerife, la despedida de Óscar, el whisky de Santi, el Grand Happening, los partidos de fútbol y de paddle y el tercer tiempo preceptivo, las comidas y cenas y los brindis y discursos, el muñe, el conde-duque, el marqués y el duque… Algunos amigos se han quedado en el camino, como las hojas secas, que –dicho sea entre nosotros– bien caídas están; ni lo eran entonces ni lo son ahora: eran muertos en un mundo demasiado vivo, vendedores de sombras y ceniza. No puedes ser moneda de veinte duros, me dijo Elena (buena amiga, desconocida entonces, inseparable ahora), que le guste a todo el mundo. No sé si lo pretendí en algún momento, quizá sí: ahora ya no.
A la junta de gobierno del Colegio de Abogados le debo también un recuerdo especial, por haber comprendido y amparado el proyecto que nos habíamos marcado en mi junta directiva, por haberme escuchado siempre y por convertirse –poco a poco– en buenos amigos, testigos de mis luchas y tropiezos profesionales, cómplices de mis secretos. Siempre habrá algún canalla que tuerza mis palabras, buscando algún secreto pacto entre presidente de los jóvenes y junta de gobierno, pero me da igual: gracias Elena y Ataulfo, Ramón y Luís Manuel, Venancio, Pilar, Jesús, Óscar, Javier, Carlos y Cipriano, mi decano. Gracias a todos y a cada uno por los setecientos treinta días pasados juntos: cada minuto a vuestro lado ha valido la pena.
No puedo terminar sin decir algo de mis amigos de la Confederación Española de Abogados Jóvenes. Ahora que me voy, ahora que os digo adiós, no puedo dejar de deciros que sois lo mejor que me ha pasado en estos dos últimos años. Graciela, Lola, Esther, Rosana, Ester, Carlos, Alberto, Pedro, Enrique, Miguel Ángel, Borja: dicen que la amistad –la verdadera amistad que he aprendido de vosotros– es para siempre, que la distancia no siempre es el olvido; lo demostraremos, ya veréis.
Nunca seréis un después, sino un todavía. Adios, hasta luego, muchachos.

PD: y a los que me leéis, ahora que acaba el año, os digo –con algún cambio– lo que me dijeron en Nochebuena, en un sms: “¡no necesito el pretexto de la fiesta para decir que os quiero un monton!”.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Feliz Navidad

Después de una semana verdaderamente excesiva de lujos y comidas y cenas navideñas, terminé la semana –cautivo y desarmado– de la forma más increíble que me podía esperar: en un poblado rumano.
Me explico desde el principio: llegada la navidad y desde hace varios lustros, Isabel y Carmen, juez decana y teniente fiscal respectivamente, piden dinero a quien tenga más de cinco minutos para escucharlas y compran comida para repartir entre los más necesitados de la ciudad. Tras reclutar a otros cuatro compañeros, me uní a ellas. Cuando llegué al supermercado, a eso de las cuatro y media, ya había una fila de diez o doce carros. Sin preámbulos, ni tiempo que perder, Carmen me hizo señas desde la vanguardia de la caravana: –Néstor, coge un carro y ponte a la cola. Avanzábamos entre los estantes, llenando los carros, mientras nos pasábamos la consigna: cinco de salchichas, cinco de salchichas, cinco de... Dos de chorizo, dos... Cinco quilos de azucar... Harina. Aceite, dos garrafas... –Al final, ¿te has animado?, me dijo Ana, fiscal. –Si, este... ¿cuantos de azucar? –Cinco. –Me lo dijo anoche Carmen, en el vino de la agrupación y aquí me he plantado. –Llevas el carro hecho un desastre: se te están aplastando las galletas...
Nada de lujos ni excesos: alimentos de primera necesidad, para dar de comer a una familia durante un mes, me dijo Javier, vicedecano del colegio. Vale, dije yo, y colé un par de botellas de vino y un turroncete de chocolate, alguien sonreirá, pensé.
A lo largo de la tarde y noche, el dinero –algo más de tres mil euros– se transformó en comida, lo cargamos en bolsas y en nuestros coches y lo llevamos a los conventos de monjas y a casas y chozas y furgonetas de gente verdadera y extremadamente pobre. Yo la vi. Yo estuve allí. Yo respiré la pobreza extrema esa noche. Y vi en las caras de los niños la mirada de quien sorprende a Melchor bajando por la chimenea. Y vi el milagro de la Navidad. Y vi neveras vacías –vacías hasta de nevera misma–, y casas frías, y estufas dentro de furgonetas y mujeres acurrucadas... Yo lo vi, porque estaba allí.
De vuelta pensé que mientras exista gente así, capaz de hacer cosas como estas, nada podrá arrebatarme la esperanza de un mundo mejor. Muchas gracias, Carmen, Isabel, Ana, María José, Elena, Celia, María, Javier, Ramón, Javi, Paco... Muchas gracias y feliz Navidad.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Mariano, el fugitivo

Hacía tiempo que no sabía nada de Mariano, hasta que la semana pasada recibí una carta suya. Está en prisión, cumpliendo dos condenas de 10 meses. Le llevé un asunto hará cosa de un año o año y medio: tenía una medida de alejamiento de su novia que incumplía sistemáticamente, hasta que, un buen día, apareció la policía en casa y se lo llevaron. De aquello no salió mal parado, no tanto por mis buenas artes, como por el hecho de que no tenía antecedentes penales. A los pocos meses me llamó por teléfono, estaba detenido y quería que le asistiera de nuevo, pero su familia –rancio abolengo de la ciudad– quiso designar a otro abogado, mejor, más experimentado y de más edad. Mariano acabó en prisión, de donde no ha salido desde entonces.
El viernes recibí un giro postal y una llamada desde la prisión. Mariano me contó –deprisa y corriendo– que su abogado no le cogía el teléfono, que no le iba a ver, que no le contestaba a sus cartas, que le habían tirado por tierra su clasificación a tercer grado y que tenía un juicio señalado para febrero que quería que se lo hiciera yo.
Le he prometido que haría todo lo que esté en mi mano: hoy voy a ver el asunto al juzgado y el jueves me iré a verle a prisión, porque es malo estar solo, especialmente en estas fechas y especialmente para un corazón atribulado. Y porque Mariano sufre por amor y, no sé por qué, me recuerda los lamentos de Lope por los que siento debilidad:
“creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño:
esto es amor. Quien lo probó lo sabe”.

martes, 11 de diciembre de 2007

Rorate coeli

Después de una semana de clamor ininterrumpido, finalmente el segundo domingo el cielo destiló, manso, el rocío sobre nuestras cabezas. Más que llover, el agua –miles de gotas– se quedaba suspendida en el aire, esperando, frágil y sonriente, jugando con las corrientes, a que dos incautos se las llevaban por delante en atropellada carrera ciclista.
Desde las diez de la noche del sábado, nuestro objetivo era el castillo de Caracuel, una fortaleza musulmana sabiamente construida en lo alto de un risco, a unos treinta kilómetros de Ciudad Real, y nada ni nadie –ni la lluvia– nos impediría llegar.
De camino nos encontramos con Miguel y Pablo, a los que pretendimos engañar para que nos acompañaran; doce kilómetros y un par de cuestas les convencieron de que no éramos su tipo ideal, así que nos dejaron con la excusa de la familia, la lluvia y el tabaco. De nuevo Jorge y yo, solos, pero bien avenidos. Un instante en que la niebla se abrió logramos ver el castillo, allá a lo lejos. Nos orientamos y, como el castillo no se movió, logramos encontrar el camino ideal (adviértase que fuimos a ciegas, por las circunstancias meteorológicas, por las gafas mojadas y por no preparar la ruta: triplemente aventureros, en suma).
No aburro más; llegamos al castillo, imponente aún en su decadencia y nos fotografiamos, investigamos y negociamos con un cazador empeñado en que aquello era propiedad privada y no podíamos estar allí. Pero allí estábamos, al menos hasta que nos fuimos, y ante la certeza metafísica, el cazador nos dejó en paz.
De vuelta a casa, el resultado fue de sesenta y dos kilómetros, varias metas volantes, dos piernas doloridas, cinco o seis litros de agua en la ropa y una mañana deliciosa en buena compañía que no cambiaría por nada.
Ya de noche me fui a misa en mi parroquia, la de Santiago apóstol. En contra de mi costumbre, llegué con tiempo. Sonaba el “rorate coeli”. La liturgia, de noche, ejerce sobre mi un poderoso influjo emocional. Acerté en la penumbra a dar con un banco y me quedé largo rato emocionado, hasta que la iglesia se encendió llena de gente.
Dios viene, nos dijo el cura en la homilía, ha nacido un renuevo del tronco seco. Destilad, cielos el rocío. Y tanto. A mi, al menos, no me pilla de sorpresa la venida del Justo. Ya no.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Cuatro o cinco días

El primer brindis de la tarde fue para José Luís, compañero del despacho, decano que fue del colegio de abogados, vicepresidente y secretario del Consejo General de la Abogacía Española en anteriores legislaturas y, sobre todo, abogado y amigo. Apenas un par de horas antes habíamos asistido al acto de imposición de la Cruz Distinguida de 1ª clase de la Orden de san Raimundo de Peñafort –máxima distinción a la que puede aspirar un jurista– en la sala de vistas de la Audiencia Provincial (el lugar donde yo juré, por cierto, con José Luís como decano). A la salida comentábamos que, cualquiera que no conociera la realidad, podría pensar que jueces y abogados nos queremos, amamos y estimamos de forma entrañable y recíproca: solo escuché parabienes, enhorabuenas y abrazos en distintos decibelios e intensidades. Ironías de la vida que, una vez fuera, no cruzáramos palabra. Bien, el caso es que nos sentamos en estrados, togados y serios, emocionados, alegres y orgullosos de ver a nuestro compañero merecidamente distinguido: al César lo que es del César… La prensa local, como no puede ser de otra manera, se hizo eco de la noticia: aquí, aquí y aquí.
Total, que como se nos hizo tarde comiendo y no era plan de volver al despacho, nos conjuramos como los mosqueteros y decidimos salir a tomar unos chismes (en afortunada expresión de otro compañero, que esconde un significado bien claro). De nuevo abandoné el barco con los primeros cantos regionales y posterior conga en honor de santa Bárbara.
Salvada la semana cum laude, di con mis huesos en Madrid, donde pasé el fin de semana con unos amigos, trabajando, comiendo pollo y tarta de manzana y brindando con un vino magnífico de La Rioja que se evaporaba de la botella sin remedio ni explicación química alguna. No sé, alguien tendría que estudiar el asunto este.
¿Y ayer? Pues ayer me dijiste: habrá algo qué celebrar, ¿no? Y dije yo, descorcha pitonisa. Y hablamos de todo y de nada zarandeando un Justerini&Brooks de quince añitos, con mucho hielo, orgullosos de estar vivos y con ganas de dar guerra un año tras otro y hasta que nos parta un rayo. Y ya al despedirnos, anoche, te dije –te canté– aquello de "solo te puedo decir, que se me escapa la razón, tener que imaginar un fin que no sea estar contigo". Es que yo soy así...