martes, 27 de marzo de 2007

"¿Qué pasaría si nunca pasase nada?"

Me gusta el lema que ha elegido Madrid para justificar la tortura a la que somete a los madrileños. ¿Qué pasaría si la vida fuera monótona? ¿Sería mejor?
Ayer tenía un juicio de modificación de medidas de una separación conyugal; cosa de poco, creía: apenas pedía que se aumentara en 150’00 € la pensión de alimentos a favor del hijo, cuando me encontré con la mezquindad del ser humano a la vuelta de la esquina, como quien pisa la caca del perro del vecino al salir de casa. La esposa (dejémonos de leches de ex esposa) se trajo al juicio a su hijo pequeño, que ni siquiera conocía a su padre. Y el padre –el cretino de él– ni siquiera le miró: apartó la vista y comprobó durante un rato lo sucio que estaba el suelo del juzgado. El niño se sentó en un banco y se bebió –silencioso– las lágrimas mansas, ardientes y amargas que sus nueve añitos le regalaban. Se me secó la garganta, se me encogió el corazón y tuve ganas de golpear al padre, no lo puedo negar: le habría pegado un buen puñetazo.
Días así reniego de la abogacía, del mundo y de la vida que nos ha tocado vivir. Como diría Pau Donés, “hay diez días en la vida que no han sido para mi, hay diez días en la vida que no existen para mi” y, qué duda cabe, este es uno de ellos.
Punto y aparte: hoy una funcionaria del juzgado de instrucción nº 4 de Ciudad Real me ha felicitado por una prescripción que me reconocido la Audiencia Provincial. Detrás del papel hay un muchacho que podrá opositar a policía nacional, porque no tendrá antecedentes penales… ¿Qué pasaría si nunca pasase nada?

jueves, 15 de marzo de 2007

Aprenderé lenguas...

Nunca me consideré un tipo raro, ni problemático. No suelo decir tonterías, ni hablo solo por la calle, ni llevo un calcetín da cada color, ni corbatas de Andy Warhol. Saco la basura a la calle, echo en el cepillo de la iglesia como buen hijo de vecino, lavo el coche de forma regular y cedo el paso a los ancianos y mujeres en estado... En definitiva, me tenía a mi mismo por una persona normal hasta que el otro día me sentí como si hubiera entrado en el juzgado rebuznando, a cuatro patas, y disfrazado de perro verde.
“¿Suspensión? Señor letrado eso no es causa de suspensión y no voy a acordarla”.
La frase así escrita no parece gran cosa porque lo malo –lo temible, lo que la convertía en una verdadera arma de destrucción masiva– era el tono: condescendiente, irónico, malvado, burlesco... En mis oídos sonó algo así como “por Dios, letrado-como-se-llame: no pida tonterías y despachemos esto”. Quitando el pequeño detalle de que yo tenía razón (la tenía, sí: porque el juzgado se equivocó y olvidó practicar una prueba que había pedido), lo que me hirió de veras fue el maldito tono de las catorce palabras.
Me acordé de Nehi, el niño, el diablo de las montañas, el brujo (Amos Oz, De repente en lo profundo del bosque. Siruela, 2006) que cuando huyó de casa para irse a vivir con los animales comenzó a aprender las diferentes lenguas: palomán, grillol, ranés, cabrés, pecí y abejino entre otros. No le resultó difícil porque los animales utilizan muchas menos palabras que los hombres: apenas unos verbos, sustantivos e interjecciones... Y mentiras y palabras especiales que expresan alegría, entusiasmo, asombro y placer. “Algunas criaturas tienen incluso palabras que son casi como una oración: disponen de palabras especiales de agradecimiento por la luz del sol, y de otras diferentes por los vientos que soplan, y por la lluvia, la tierra, la vegetación, la luz, el calor, la comida, los olores y el agua. Y también tienen palabras de nostalgia. Pero en la lengua de las criaturas no hay ninguna palabra cuyo objetivo sea humillar o burlarse. Eso no.”
Me hice un propósito. Aprenderé a hablar en la lengua de los burros para entenderme con algunos.

domingo, 11 de marzo de 2007

¿Por qué escribir?

Mi profesión, mis amigos y Ray Bradbury; creo que, en resumen, estas son las tres razones que me hacen escribir. No sé si es buena manera de comenzar, pero es la verdad.
Empezando por el final: desde hace unos años he devorado todo lo que me ha llegado del escritor americano Ray Bradbury –novelas, cuentecillos, ensayos, teatro, poesía, etc...– así que, a la fuerza y muy a su pesar, mi estilo y forma de pensar bien pueden parecerse al suyo. De él aprendí que necesito escribir como beber, respirar o lavarme los dientes. Hago mías sus palabras:
“¿Y qué se aprende escribiendo?, preguntarán ustedes. Primero y principal, uno recuerda que está vivo y que esto es un privilegio, no un derecho. Una vez que nos han dado la vida, tenemos que ganárnosla. La vida nos favorece animándonos y pide recompensas.” (Zen en el arte de escribir. Minotauro, 1995)
Mis amigos son los segundos culpables del blog. Desde hace unos años y de forma regular recibo las críticas de los que tienen agallas y paciencia para leerme en una revista profesional: “Me gustó aquello que escribiste, ¿por qué no te dedicas a ello?”. Me da qué pensar: o soy un duro contendiente al que hay que quitarse de en medio, o un mal abogado al que –por el bien de todos– también hay que apartar, o definitivamente no soy malo escribiendo. Sea lo que sea, el caso es que, al comentar la posibilidad de comenzar el blog, recibí vuestros ánimos.
Y mi profesión: la abogacía, que me da de comer y en ocasiones hasta de cenar; que me hace reír y llorar y conocer gente y resolver problemas y acumular un baúl de historietillas que me hacen relinchar de risa... La vida de un abogado joven está repleta de situaciones insólitas y surrealistas, así que mi intención es ponerlas por escrito antes de que se me olviden. Ya veremos qué sucede. Hemos dado el botellazo al barco y la botella se ha roto –buen augurio, dicen–, así que ahora hay que señalar el rumbo: ¡Apresúrate a vivir!