martes, 26 de febrero de 2008

Hechizado

Metido de lleno en el inventario de una liquidación de una sociedad de gananciales extinta, enrevesada y malencarada, me suena el teléfono. Es mi madre. Apenas dos tonos, porque el trato es que ella me da un toque y yo la llamo. Llamo.
–Dime –digo sin dejar de mirar la pantalla.
–¿A que no sabes dónde estoy?
–Por tu voz, mucho me temo que en casa de Eduardo.
–Espera, que se ponen tus sobrinas.
–Hola, tío Necho –dicen a dúo.
Apenas tienen dos años, pero hablan mejor que Cicerón. O eso me parece a mí.
–Hola, princesas –respondo. Ya no miro la pantalla. Una sonrisa se me ha colado en la cara.
–Tenemos un regalo.
–Ah, sí. ¿Cuál?
–Cuumpleeeaañoooos feeliiiiz –empiezan a cantarme.
Cuando cuelgo, me quedo unos minutos con la mirada perdida y una sonrisa de idiota que tengo reservada para estas ocasiones. Quedan unos días, pero no cambio este primer regalo por ningún otro. Por nada.

sábado, 23 de febrero de 2008

Dies Irae

Ayer salimos Óscar y yo en bici. A primera hora de la tarde, que luego había que trabajar. El objetivo, como otras veces, era el castillo de Calatrava La Vieja, pero el viento –pertinaz y enfrentado– se nos hizo tan desagradable que, en cuanto pudimos, giramos para poner viento en popa y charlar tranquilamente. Porque lo cierto es que salir con Óscar es hablar sin parar; unas veces de forma compulsiva, respuestas rápidas, saque rápido y resto colocado, como en el tenis. Y otras, reposadamente, de gustos comunes y preocupaciones compartidas: los amigos, el trabajo, los últimos libros, música... Música sí, de Pergolesi, Bach y Vivaldi. Óscar es un hombre culto, sensible y de gustos refinados, así que me sorprendí hablando con él de Beethoven y Mozart y cantando a voz en grito el dies irae (dies illa, solvet saeculum in favilla), mientras pedaleábamos y dirigíamos una coral de juncos, matorrales y arbustos que se movían no siempre al son de nuestro canto. Definitivamente, salir con Óscar en bici es algo más que salir en bici.
Este es Óscar, mi amigo. Abogado. Ciclista humanista.


jueves, 21 de febrero de 2008

Un café con Sara

Qué misteriosa reacción hace que las almas –como el cristal– tiemblen ante una determinada nota, una palabra, un gesto sin importancia… La fachada se derrumba y queda al descubierto la intimidad; y el corazón se expone, al menos por un momento. Y no es bueno, al menos para mí.
–Lo he pasado muy mal –me dijo una muchacha al otro lado del teléfono–. Haré lo que sea necesario. No le pude decir que no se preocupara. Le hablé de leyes y procesos, mientras lloraba, mansa y desconsolada, a varios cientos de kilómetros. La nota exacta.
Al colgar, apoyé la cabeza en mi mano, inquieto y preocupado. Sobre la mesa están los libros que Sara me había regalado –yo solo invité al café, porque soy así de simple– y que prometí que leería. Y sonrío aliviado al recordar que, a la vuelta de los años, Sara sonríe feliz, con su hijo en brazos.
Qué extraña reacción.

lunes, 18 de febrero de 2008

Caleidoscopio

El matrimonio nos engorda, hemos resuelto José Luís y yo mientras apurábamos con Emilio el café en su despacho. Tras unas cuantas sandeces más, hemos vuelto a nuestras cosas: corregir tres demandas, hacer un par de reclamación de cantidad, una de desahucio, una conciliación, dos declaraciones penales, un juicio mañana…
A las doce, en el Servicio de Mediación, Arbitraje y Conciliación: ¿te viene bien el día 4? ¿Qué es el 4? Pues eso, cuatro. Vale. Cuando voy a por el coche me asombro de lo sucio que está y descubro que lo he dejado en el único hueco libre que había: “solo coches oficiales”. El término es discutible, así la conciencia no se despierta.
Llego al juzgado y saludo en decanato (están las cuatro funcionarias, con cara de lunes y pegatina de servicios mínimos). Les digo una burrada y se sonríen.
Conchi, te he dejado una demanda y un par de escritillos. Ya me dirás.
–Vale, me dice.
Saludo a Luís, que arrastra su maletín y una tendinitis. Si me esperas un rato, te bajo al despacho. Vale, ahora te veo, voy a vigilancia penitenciaria. Vale.
Y me voy a fiscalía. Saludo a Ana, le pregunto por la huelga de funcionarios a través de la barricada de expedientes. Pone cara de circunstancias, pero dice que bien, que hay que apoyarles. Vale, digo yo. Los juzgados en huelga parecen poblados abandonados del far west, ante la llegada del forajido sanguinario. Abajo, cuatro funcionarios liberados atronan con sus silbatos cada veinte minutos, para advertir que la huelga sigue. Me recibe la fiscal a la puerta de su despacho. No me deja entrar, así que freno en seco. –¿Venías a una conformidad para el juicio de mañana?, me dice. –No –pienso–, venía a organizar una conga. Pero le digo que sí, que venía a la conformidad. –Pues no me lo he mirado, ¿por qué no te vienes mañana? –Porque mañana es el juicio y mi cliente viene de Bilbao o Burgos o no sé dónde. –Ya, pero es que no me lo he mirado. ­–¿Vuelvo más tarde? –Sí. O mañana, mejor… Sospecho que estaba con alguien o pintando un cuadro o repasando la lista de la compra; por eso no me ha dejado entrar y me ha despachado con los brazos en jarras. Nunca sé cuándo estoy de más.
Compruebo en el juzgado de lo Penal nº 2 que el juicio se suspenderá y me quedo de cháchara con Carmen y otra funcionaria interina que no hace huelga.
Me paso por el juzgado de primera instancia nº 6, vacío. Y por el 5, vacío. Y por el 3, vacío. Empiezo a sospechar de alguna extraña epidemia cuando, a punto de sucumbir al pánico de la soledad, encuentro a Jorge –procurador de los tribunales y ciclista de montaña– y nos contamos nuestras últimas aventuras y dolencias. Él no ha salido, así que le llevo varios kilómetros de ventaja este fin de semana.
Son las dos menos diez cuando salgo a la calle. Casi me echo a llorar al ver mi coche, así que decido ir a lavarlo. Y todavía me queda la tarde, pienso de camino. Y la semana entera…

jueves, 14 de febrero de 2008

El turno de oficio

No recuerdo exactamente cuándo ni dónde, pero hará cosa de un año o dos, en una de esas reuniones de la Confederación Española de Abogados Jóvenes, un compañero de no sé dónde, comentó –en público y en voz alta– que él no trataba igual a los clientes particulares que a los del turno de oficio y que no se creía que el resto hiciéramos de otra forma. Me pareció mal y se lo dije: ¿para qué estás entonces en el turno? Y pensé, ¿para qué estoy yo?
Pues bien, me remonto: yo estudié en la universidad pública. Como cualquier hijo de vecino pagaba mis tasas de matriculación, el seguro universitario y el carnet de deportes de la facultad, con la sustanciosa rebaja del 50%, por pertenecer a una familia numerosa que no me merezco. No es, por tanto, un secreto que muchos contribuyentes –albañiles, jornaleros, empresarios, notarios y jardineros– han pagado mis estudios, porque mi matrícula anual no llega al sueldo mensual de ninguno de los profesores. Cuando acabe la carrera –me dije entonces–, me debo a cada uno de esos donantes anónimos que me han pagado los estudios. Y así lo hice.
Cuando el colegio de abogados acordó mi incorporación como letrado del turno de oficio, entendí mis servicios como una cuestión de justicia social para con la gente más pobre. Me revienta que una persona no tenga acceso al mejor de los abogados por el mero hecho de ser pobre. Pobre. Qué injusto clasismo.
El pobre no puede elegir quién le defiende y se traga lo que un programa de ordenador le designa. El pobre pone en manos de un desconocido, en quien no tiene por qué confiar, su libertad, su hacienda y su honor.
Por eso, el abogado del turno de oficio debe ser el mejor de los abogados. Por eso, el letrado de oficio debe atender a los clientes del turno de la forma más exquisita. Por eso el abogado debe ser íntegro y defender esos asuntos con la mayor perfección técnica. Por justicia social.
No vivo mal con lo que tengo, pero mientras pueda permaneceré como letrado del turno de oficio. Porque aún no he devuelto a la sociedad la deuda que tengo con ella. Porque yo soy así.

martes, 12 de febrero de 2008

¡Noticia bomba!

¡Que me han dado un premio! [aquí y aquí] ¿Pero cuál? ¿El Oscar? Qué Oscar ni qué leches, el “Premio Arte y Pico, por su creatividad y diseño”. ¿El qué? Pues eso, por mi creatividad y diseño. Pero si careces de ambos requisitos. ¿Qué insinúas? Nada, lo digo directamente: que ni diseño ni creatividad. Sí, pero tengo gente que me lee y que me da premios aunque no me los merezca. Pues vaya. Pues a mi me hace ilusión. Ya te veo, ya.
Después, más reposado, miro las reglas (elegir a cinco blogs merecedores de este premio por su creatividad, diseño, material interesante y tal, enlazarlo, exhibir el premio y enlazar a la autora del premio [aquí], que siempre es una forma de darle publicidad) y pienso que debería hacer trampas y darle el premio a quien quisiera; es más, nominar a diez o doce blogs y no cinco. Y luego pienso que no, que las reglas están para cumplirlas, como las leyes y los semáforos. Y es entonces cuando llega el momento de elegir a mis candidatos… Y me quedo delante de la pantalla mirando.
En fin, después de una noche de insomnio, ahí van mis candidatos:
1.- Marta, que con su clavo ardiendo nos hace sonreír, nos emociona y nos hace envidiar la pluma fácil que tiene. Además, ahora que sabemos que no tiene antecedentes penales, nos fiamos un poco más de ella.
2.- Patzarella. Porque sí. Porque su blog es bueno, porque cuenta cosas interesantes y últimamente además ha descubierto que es buena escritora y que puede ser mejor.
3.- Carlos, que me hace estremecer con su Cuaderno de Vísperas. Además es el único que ha conseguido justificar el texto al margen izquierdo del límite de la pantalla… Eso sí que es diseño.
4.- Rocío, que de vez en cuando cambia los colores y la portada y la foto. Espero que nos traiga algo de París y que, en breve, vuelva a hablarnos de mejunjes druidas.
5.- Y a Sonsoles, que aún no tiene blog, pero que lo tendrá un día de estos. Y entonces será bueno y con diseño y creatividad (a esto, yo lo llamo golpe bajo).
En fin, que enhorabuena a los premiados y a los que no, pues que sigan jugando. No porque os de un premio vais de dejar de ser buenos, mejores que yo.
Por cierto, ahí va el premio:

viernes, 8 de febrero de 2008

La prisión

Salía a las 13.39 horas. Tenía frío. Temblaba. Me di cuenta cuando recogía la cartera, las llaves, el dinero y el móvil de la taquilla que el funcionario me había abierto. Cuatro llamadas perdidas. Me calenté un poco al sol y pensé.
Habíamos hablado durante una hora y media. Apenas diez minutos del juicio y de su defensa. El hombre se había desahogado. No quería grandes respuestas, ni soluciones. Solo alguien que le visitara.
Qué sola está la prisión, tan llena de gente.
Le miré. Cuídate, le había dicho. El martes nos vemos, muchas gracias por todo, contestó. No sonrió. La prisión contagia la enfermedad de la tristeza. Una tristeza gris, cutre y maloliente, que se te pega a la imaginación y a la esperanza.
Herrera de La Mancha huele a drama. A húmedo y a tabaco.
Y a lejía.

lunes, 4 de febrero de 2008

Cuatro historias de la guardia

1.- El domingo Iuliu cogió el autobús en el pueblo. Tenía día libre y lo dedicaría a llamar a su familia, en el centro de centroeuropa. Al llegar a la ciudad se entretuvo a hacer tiempo en el bar de la estación de autobuses. Nunca llegaría al locutorio. Unas horas más tarde se despertaba entre barrotes, con cien euros menos y una resaca espantosa: estaba detenido y denunciado por una limpiadora de los cuartos de baño de la estación. Cuando le asistí en comisaría todavía olía a vino y a desesperación. Habría preferido que recordara algo, que me dijera que se acordaba perfectamente de la muchacha, que apenas le había dicho dos o tres piropos más o menos soeces, que de ninguna manera se había abalanzado sobre ella… Pero Iuliu no se acordaba de nada.
No sé si es mala suerte o doble vida o consecuencia de “el que la sigue la consigue”. No lo sé.
2.- ¿Cuánto has bebido? Tres cervezas, me dijo. Aún hueles a whisky: no te acerques al juez, ni a la fiscal. ¿Me has oído? Si. ¿Qué más has tomado? Tres sobres de espidifén, para la gripe. A Felipe le había detenido una pareja de la Policía Local que se lo encontró mientras perseguía a un atracador: era incapaz de mantener el coche en el carril, de decir nada coherente y de soplar lo suficiente como para hacer la prueba de alcoholemia, así que durmió en los calabozos. Despeinado, resacoso y tambaleante, sin cordones en los zapatos –el colmo del desvalimiento– ni sueños de los que vivir, me lo encontré sentado en el juzgado. Una hora más tarde salió de allí con cordones y con una condena por conducir bajo los efectos del alcohol. Crimen y castigo. Pena mínima.
3.- Me desperté sobresaltado: el móvil. ¿Es el abogado de guardia? Me costó decir nada, pero al final reconocí que sí, que lo era. ¿Puede venir a asistir a un detenido? ¿Qué hora es? Las tres y diez, ¿sabe donde está el cuartel? Sí, le dije: sí lo sé; a veinticuatro kilómetros de aquí, en mitad de la noche, entre la niebla y el frío: sé perfectamente donde está el cuartel de la Guardia Civil, pensé.
La ciudad estaba vacía y silenciosa: la ciudad que sí duerme, dije en voz baja. ¿Por qué sales a estas horas? Calla. ¿Sabes que tienes ocho horas para trasladarte? Que te calles, no quiero discutir conmigo mismo a estas horas. Conduje escuchando cadena 100, porque tengo el lector de cederrones estropeado: me habría gustado cantar con Fito y los Fitipaldis, pero me conformé con los cuarenta y cinco minutos sin pausa que anunciaba la emisora. Volvía a las cinco de la mañana. Me metí en la cama medio vestido, cansado y hambriento. A las dos horas el despertador cumplió con el inexorable cometido para el que ha sido fabricado.
4.- Vasili olvidó que una orden de alejamiento le impedía ver a su mujer. Pero ella no lo había olvidado, así que no le abrió. Vasili, como un jabalí herido, escaló a la vivienda del vecino para acceder a la de su mujer, pero el vecino se despertó, así que Vasili lo redujo –al parecer– con amenazas de muerte. Le miré: estaba impaciente, fastidiado, esposado y sin cordones. Es curioso como olvidamos lo que debemos recordar y como nos acordamos de las cosas que queremos olvidar. Es curioso lo pronto que uno olvida lo buena persona que fue o pudo haber sido.

viernes, 1 de febrero de 2008

Me gusta

Lo cierto es que no es extraño que nos hagan regalos por Navidad. A mi me gusta, aunque conozco a quien incluso le molesta, porque sostiene que el regalo terminas por deducirlo de la minuta. Sea como fuere, a mi me gusta. Me gusta cuando me regalan vino bueno y queso y chorizo y libros, que no se comen, pero se devoran. Recuerdo que una vez me trajeron al despacho una olla repleta de cangrejos de río, cocinados y calentitos, de los que dimos buena cuenta en un santiamén, Rosa, Ana y yo. Y otra vez, un pluma Montblanc, negra y plata –preciosa–, de trazo grueso y elegante, que ahora llevo de continuo en el bolsillo de la americana; y un elefante indio, de escayola, decorado con rubíes de pega que terminé por regalar a no sé quién que se lo quiso llevar sin cobrarme nada. Y un abrecartas de metal con forma de espada vikinga…
Y hoy, Eusebio, me trae dos pollos de corral y dos docenas de huevos. No es la primera vez: en Navidad me trajo varias docenas de huevos y una caja de cartón llena de nueces de la que aún disfruto. Hay quien se sonríe cuando lo cuento. Pues lo cuento porque son, sin duda, los mejores regalos que jamás nadie me ha hecho, porque Eusebio es pobre: apenas una casa, un corral con gallinas y un pequeño terreno en el que cultiva lo que puede en una aldea perdida de Ciudad Real. Y una familia a la que sostener. Y una hija accidentada. Y un abogado. Y un corazón grande, grande y agradecido.
Con clientes así me siento grande; como Attikus en Matar a un Ruiseñor, me dice Emilio.
-Sí, como Attikus –pienso. Y me gusta.