lunes, 29 de septiembre de 2008

La crisis y la vida que sigue

1. Estoy de guardia, así que he pasado la mañana en las dependencias que el colegio de abogados tiene en el edificio de los juzgados. He enchufado el ordenador y me he puesto a trabajar, esperando la llamada de alguno de los juzgados. Al poco ha entrado una familia: querían pedir un abogado de oficio porque les habían notificado una demanda. No quise prestar atención, pero era inevitable. Él está desempleado, ella cobra cientosetentayochoeurosalmes limpiando suelos y portales y el muchacho se limita a mirar mi ordenador portátil. El dueño de la casa les quiere desahuciar porque no pagan los últimos tres meses. No pueden pagar. Él dice que el mes que viene cobrará el desempleo, pero que el arrendador no quiere esperar.
A los diez minutos entraba una radiografía de un ser humano: quería abogado de oficio, porque su mujer quería divorciarse. Ahora, justamente ahora, decía. Estaba en la calle, porque su empresa y su vida habían quebrado. Levanté la cabeza. La crisis, pensé, mientras terminaba de redactar una demanda por vicios en la construcción de un edificio.
Un rato después llamaba a la puerta una mujer joven. El marido no paga la pensión de alimentos a su hijo desde hace dos meses. Sospecha que se ha quedado sin trabajo, que le han echado o lo ha dejado. Y quiere un abogado de oficio para reclamar la deuda antes de que sea demasiado tarde. He dejado la demanda a un lado. Pienso que esto no es una crisis económica, es una sociedad en crisis: una ruina de sociedad en la que buscamos por encima de todo la supervivencia.
2. Entré en el despacho de Carmen –teniente fiscal– para llegar a una conformidad. Tras unos minutos de negociación, revoloteo por el Código Penal y examen de las declaraciones de los testigos, afinó la oferta lo que pudo: diez meses de prisión. No está mal, me dijo. Pero no me satisfizo, así que me regaló un brote de no sé qué planta: así no te vas con las manos vacías, me dijo. Pues bien, tras un tiempo en el despacho, en un vaso de plástico con posos de café y magdalena, hoy puedo anunciar al mundo que mi planta ha agarrado en una maceta, comenzando una nueva vida en la ventana del despacho de José Luís.
3. El pequeño sigue creciendo, me dijiste. Cinco mil quinientos gramos. Cinco mil quinientas razones para seguir viviendo. Y me hiciste –por fin– sonreír.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Querida Ester:

Desde que volví de Valencia no he parado ni un minuto, así que aprovecho el primero libre que tengo para ponerte unas letras. No sé cómo agradecer todo lo que has hecho por nosotros este fin de semana, los desvelos, las preocupaciones, las noches de dormir poco y mal, las veces que has llorado… Creo que no me equivoco si te digo que estos días me he sentido como en casa, así que te ruego que se lo hagas saber a la gente de tu agrupación –a tu novio–, a tu decano y al resto de la junta de gobierno.
Apenas han pasado cuatro o cinco días y todavía permanecen en mi recuerdo, como fotogramas, los minutos pasados en aquella ciudad, entre amigos: la sonrisa de Lola, la conducción loca de Rosaana, la mirada de Graciela, las noticias de Esther, las conversaciones –rápidas y sugerentes– con Carlos y Borja, los abrazos con Alberto y Miguel Ángel (mis buenos amigos), la caída del asturiano que quería ser pez, las comidas y las cenas, la música, las anécdotas, los recuerdos de otras reuniones, mis “primas” de Alcalá, tu brindis y tu sonrisa… Escribo y me emociono, porque desfiláis ante mis ojos y porque pienso –de forma quizá egoísta– que cada momento pasado a vuestro lado ha valido la pena, porque conoceros y trataros me hace ser mejor persona.
Pasará mucho tiempo –meses o años– antes de que olvide este congreso, pero al fin se perderá entre el barullo del resto de recuerdos imprescindibles. Pero nunca olvidaré la luz de Valencia, el olor a verde y a mar y el azul y el blanco. Ni a vosotros.
Tengo poco que ofrecer, pero si alguna vez necesitas algo de mi, tómalo sin preguntar, porque es tuyo.
Un beso muy fuerte.
Néstor

miércoles, 17 de septiembre de 2008

No te fies del animal herido

Lo malo de Ramón –pensaba a la vuelta– es que me conoce, porque es mi amigo. Por eso no hay nada peor que hacer un juicio con él como contrario, porque se adelanta a cada uno de mis trucos y movimientos. Ayer, por ejemplo, nada más meterme en su coche me amenazó con hacer la ola y tirarme un bolígrafo si me quitaba las gafas una vez, una única vez. A mi no me hagas esas tonterías, me dijo, que te vuelves andando. Y claro, con la presión de la amenaza uno no puede emplearse a fondo, así que mantuve las gafas encima de la nariz y las manos adheridas a la mesa. Aunque lo cierto es que ayer la cosa se limitaba a proponer prueba en la audiencia previa y tomarnos un café en la plaza mayor de Almagro (que es un sitio perfecto para tomar el fresco y dejar pasar la mañana), así que redujimos nuestros índices de beligerancia hasta el mínimo, limitándonos a un par de aclaraciones sobre no sé qué impugnación de un documento privado. Y todo, estoy seguro, para comprobar que estaba despierto. Eso sí, el juicio será otra cosa.
Al salir, nos tomamos el prometido café en la plaza, con Claudia y Luis Manuel, dos buenos compañeros y amigos de la zona, y el secretario del juzgado, con el que aprovechamos para criticar un poco el sistema judicial, la falta de medios y de ganas y lo duro que se hacía trabajar en septiembre.
Ya de vuelta a Ciudad Real, tras pasar por la nueva casa de Ramón –una envidia, con treinta metros cuadrados de terraza que ya quisiera yo para mi–, salía del juzgado sin haber cumplido con mi objetivo (hablar a la teniente fiscal), cuando me crucé con Mariola, siempre corriendo, siempre con prisas. Nos paramos a cruzar cuatro palabras y, de reojo, vi a otra compañera dentro, a través de la cristalera y me dio por pensar en los amigos que son y en los que fueron; en los que nunca fueron pero se lo hacían y en los que nunca serán. Y en los que veré este jueves en Valencia, en el Congreso Nacional de la Abogacía Joven. Y me vino a la memoria, no sé por qué, aquella canción que decía “no te fíes del animal herido”. No, no te fíes, le dije. Y sé que no me oyó. Porque no hay peor sordo (o sorda) que el que no quiere oír. Qué pena.
Cuando pienso en estas cosas, habitualmente de noche, suelo compatibilizar sentimientos de rabia y de melancolía. Menos mal que Charo y Pablo llegaron a tiempo, como siempre, y nos marchamos a probar la horchata de la Plaza Mayor.
PD: estaré en Valencia desde el jueves al domingo. Espero ansioso vuestras sugerencias. Y, si queréis algo del levante, me lo decís, claro.



Os dejo con una buena canción, que me acompaña estos días. Podéis escucharla bien alta, que no es estruendosa.

jueves, 11 de septiembre de 2008

No puedo fingir que me da igual

1.
No supe qué hacer, así que le puse la mano en su brazo. Me miró y dijo gracias muy bajito. Estaba llorando. Aparté la mirada, porque no soporto ver a una mujer llorar. Es algo extremadamente contagioso. La funcionaria seguía a lo suyo. Le tendió la comparencia para que la firmase y le dije que sí, que lo hiciese. Salimos fuera y se me hizo un nudo en la garganta cuando le confirmé que era cierto lo que le habían dicho, que la fiscal le pedía tres años de prisión.
Comenzó a llorar mansamente, con los brazos y el alma caídos.
No debes preocuparte, por ahora.
¿Ah, no?
Bueno, no ahora: no puedes solucionar nada, por mucho que te preocupes. Déjame que presente mi escrito de defensa y que preparemos el juicio.
Vale, dijo. Pero no dejó de llorar. Y ahí me quedé, de pie, sin saber qué hacer.
Pues sí que empezamos bien la mañana, pensé.
Venga, vamos para abajo, dije y la acompañé en silencio.
2.
¡Jefe! ¿Me prestas sesenta euros, que tengo que bajar a Málaga?
Pero bueno, ayer era a Sevilla…
Sí, bueno, es que he cambiado de opinión. Málaga me parece mejor.
Pues no, hoy tampoco cuela. Además hueles a vino que apestas.
3.
A media mañana tenía un juicio de divorcio. No suelo llevar asuntos de familia, por razones personales y porque no me da la gana. Pero este es diferente: mi cliente es un buen hombre, ingenuo y locamente enamorado, pero un buen hombre. Su mujer no se merece ni el tiempo que me llevaría describirla. Así que he preparado el juicio a conciencia
Tenemos un problema, me dijo la abogada contraria en la puerta del juzgado.
Pues dime.
Pues te cuento. Y me contó.
Pues habrá que avisárselo al juez, porque pretenderás suspender el juicio.
Sí, me dijo. Y el juicio se suspendió.
Cuando salimos mi cliente estaba quieto de cara al ventanal. Lloraba, como lloran los hombres, mansa y patéticamente. Se sorbía. Me desarmó.
No le pregunté, porque sé que lo que le dolía era la indiferencia de su mujer. Ella no le saludó, como si no existiera, después de todos estos años. Como un papelote que se tira al suelo.
Y acabé la mañana como la había empezado, sin saber qué hacer.
4.
Encendí el coche. La radio se encendió también.
Maldito corazón –cantaban– otra vez vuelves a dar un paso antes que yo.
Qué ironía, dije bajito. Por qué todo esto no me es tan ajeno, dije también. Bajé las ventanillas y me largué del juzgado.
Hoy necesito salir con la bici, pensé.

martes, 9 de septiembre de 2008

La audiencia previa

El juicio es la guerra. Siempre lo he pensado así. Quizá porque así me lo han enseñado. Quizá por eso no siento compasión del contrario; quizá porque el abogado contrario tampoco la siente por mí. Eso facilita las cosas, porque la elección se reduce a una: tú o yo, mi cliente o el tuyo, que es tanto como decir tú o yo. Por eso hoy tampoco he dudado…
Mientras hablaba al juez, he mirado de reojo al compañero: se le había borrado la sonrisa y miraba atónito el documento que movía entre mis manos. Ha pedido examinarlo. Lo ha hecho. He pensado rápido: acaba de perder la iniciativa, no le dejes pensar, interrúmpele. No había pasado dos páginas cuando he comenzado a descargar mi artillería dialéctica, saltándome todas las reglas de la audiencia previa.
–No soy quién para dar consejos procesales, pero entiendo que, a la vista de este documento, la parte actora debería desistir del procedimiento.
No está bien, he pensado: no debería haber dicho eso. Pero lo he dicho, así que he esperado, con media sonrisa, parapetado al otro lado de la sala de vistas. El abogado contrario ha devuelto el documento, me ha mirado y ha comenzado a revolver sus papeles. Estás nervioso, he pensado. He tosido un poco, me he quitado las gafas y, despacio, las he dejado en la mesa. Ha levantado la mirada y ha seguido el movimiento.
No lo hagas, he pensado. Hazlo, he deseado.
Y lo ha hecho. Me ha mirado a mí y ha embestido con unas explicaciones que nadie ha escuchado, en lugar de fingir indiferencia y decir algo así como “el documento aportado no desvirtúa en modo alguno las alegaciones efectuadas por esta parte, como tendremos ocasión de probar”. Pero es joven, como yo y ha decidido rápido y mal. Ha vacilado y sus clientes, el juez y yo lo hemos visto.
Y he mantenido mi sonrisa y la ventaja. Al menos hasta el día del juicio.
Al salir he mirado el cielo azul, he saludado a dos abogadas, hemos comprado “alfonsinos” –unos dulces que son mi perdición– y nos hemos tomado un café en la plaza. De vuelta, en el coche, he pensado que para ocasiones así me merezco un Aston Martin, azul y descapotable. Porque hoy me tocaba ganar. Mañana será otro día.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Vive la vida

No más mentiras. Ya no más. Me dijo.
Me quedé mirando, sorprendido. Ana vivió su propio infierno hace unos años. La droga le había quitado demasiadas cosas. Demasiado pronto se había hecho demasiado tarde y, cuando quiso darse cuenta, ya tenía una colección de juicios pendientes. Con el cuerpo medio destruido y la cabeza llena de voces se confió en su familia; comenzó un tratamiento rehabilitador, salió del agujero y decidió que jamás volvería a mentir. Que siempre diría la verdad. Ahora se conoce, sabe de lo que es capaz y es sincera consigo misma. Quiere vivir su propia vida –la que casi le roban–, quiere que la crean, quiere ser la ella que siempre quiso ser. Es joven y sabe lo que quiere.
Pasamos a juicio y dijo la verdad, que no se acordaba de nada. Pudo inventar lo que fuera, porque el denunciante no la recordaba. No la conocía de nada. Pero ella no mintió. Y eso le puede costar caro: puede que la condenen por algo que no ha hecho. Lo asume. Y no quiere traicionarse.
Me sorprendes, le dije al acabar el juicio. Y me haces más difícil mi trabajo, pero quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti.
Gracias.
A la vuelta, conduje distraído, pensando que aún hay gente excepcional. Y que por eso merece la pena trabajar en esto. Sonaba Coldplay, que es lo último con lo que atrono a mis vecinos: “for some reason I can not explain/I know Saint Peter will call my name/never an honest word/but that was when I ruled the world/Oooooh Oooooh Oooooh”. Y canté, gritando, pensando en ti, sientiéndome orgulloso de una raza humana que puede cambiar el curso de las cosas.



Esta canción me sabe a verano, a hierba, a mar, a Murcia quizá, a ensalada y, últimamente, a trébol. Y me emociona.

jueves, 4 de septiembre de 2008

El campeón y yo

Al salir del despacho hemos bromeado: encended la tele, que nos vamos a la zona vip, con la jet manchega y la miss España esa. Nos habían conseguido un par de pases de esos que te dejan entrar hasta la cocina y, dicho y hecho, nos hemos plantado en la salida de la Vuelta a España. Hemos visto a los mejores, nos hemos fotografiado con todos y hablado con unos pocos. Contador se me ha escapado y Alejandro Valverde era un latin lover acosado por mucha gente, así que he felicitado a Sastre que es un tío normal, además del ganador del Tour. Ánimo campeón, le he dicho. Gracias, ha contestado mientras sonreía a la cámara. Y de la miss España, ni rastro.

martes, 2 de septiembre de 2008

Algunos hombres no tan malos

Era sábado. Veía el ciclismo en la televisión medio adormilado. Me sonó el móvil.
¿Te dice algo el nombre de Juan Ignacio?
Pues no, no me dice demasiado. Me incorporé un poco.
Si, hombre: le hiciste un juicio rápido. Era de no sé qué pueblo, le trajo la Policía.
Ah, sí, sí... Ya sé quién es. ¿Qué pasa?
Que va camino de prisión.
Me quedé frío. Siempre me pasa. La tele empezó a sonar muy lejos y la cabeza empezó a revolver recuerdos. Creo que fue hace solo unas semanas cuando le asistí en el juzgado. En prisión ahora. Le denunció su mujer. De aquella no salió mal: se conformó con la pena que le pedía el fiscal. Había demasiados testigos y poca defensa; si se conformaba le bajarían la pena un tercio. Le recuerdo como si fuera hoy: alto, grande, fuerte y alterado. Muy alterado. Los efectos de la medicación se le fueron agotando a lo largo de la mañana. Se volvía cada vez más agresivo.
¿Cuándo tienes que tomar las pastillas de nuevo?
A la hora de comer.
Ya es la hora de comer: ¿las tienes?
No, están en casa.
Pues vaya. Pensé que había que darse prisa porque de un momento a otro comenzaría a decir barbaridades o a darse cabezazos –otra vez– contra las paredes.
¿Entiendes lo que te estoy explicando?
Sí.
¿Sí, seguro?
Sí, cógelo.
Juan Ignacio estaba alterado pero comprendió lo que pasaba: aceptó el acuerdo que me ofrecía la fiscal. Me dio pena entonces y me la da ahora. La prisión no es un buen sitio. No para él.