miércoles, 31 de diciembre de 2008

Un año que se marcha

Pensando en qué decir para acabar el año me encuentro con un cruce de mensajes telefónicos que me enseñan dos de mis mejores amigos. Copio y pego:
1º.- “Tu nombre es peligro, le dijiste. Y allí la dejé, entre expertos cazadores cazados. Un abrazo”.
2º.-Cuidado. Los viejos del lugar cuentan que los hermosos gatos de ojos de lluvia devoran a los hombres que se adentran en la selva. Las fieras siempre lo son y son más peligrosas si llevan piel de cordero. Mogli era un muchacho, no temía a la fiera y se adentró en la espesura. Pero Mogli era Mogli y yo no soy más que un pobre mortal muy débil. Evitemos la selva”.
Evitemos la selva, repito yo hoy.
Y pienso que no es mal propósito para el año que entra.
¡Feliz año a todos!

jueves, 25 de diciembre de 2008

Todo lo que quiero para mi vida

De entre todos los nombres, títulos, merecimientos, regalos y reconocimientos que me han dado en mi vida –justos e injustos– me quedo con uno, el de “Pregonero de la Navidad”. Es el único del que estoy verdaderamente orgulloso, el único que hace valioso el curriculum de mi vida, el único que me hace un poco presentable... El único que me importa. Y tanto que sé que cuando me presente ante san Pedro al final de mis días, desnudo, como los hijos de la mar, me haré llamar así: Néstor, pregonero de la Navidad. Y habrá que quien se sonría allá arriba.
El pasado 19 de diciembre la asociación “El Galán de la Membrilla” me concedió la oportunidad de dar el pregón de Navidad al pueblo de Membrilla. Comenzaron con unos villancicos –Madre, en la puerta hay un Niño– y con la presentación de Paqui, exagerada pero cariñosa (y con un valor añadido que nunca sabré agradecer, pero que la hace doblemente valiosa). Temblando de emoción subí al estrado y anuncié el acontecimiento más grande de la humanidad con palabras torpes e inseguras. ¡Qué extraña mezcla de sensaciones se experimentan entonces! La noche. Oscuridad. El misterio, manoseado por un pobre hombre; balbuceos de quien querría entender, pero no entiende. Ideas lanzadas al viento. Palabras. Y al otro lado, el pueblo silencioso y vigilante, como aquellos pastores de Belén, que dormían ajenos a la Noche Dulce, al Suceso-Por-Encima-De-Todos-Los-Sucesos...
Terminé:
“No quiero terminar sin acudir a la Virgen, a Nuestra Señora, la Madre de Dios, la Virgen del Espino. ‘¿Quién te verá el año que viene?’, le decís cada año, en una súplica de hijo enamorado. ¿Quién te verá, madre, el año que viene? Bienaventurado sea el que te vea, aquí, con los pies esta bendita tierra de Membrilla. Y bienaventurado sea el que, habiendo dejado esta tierra y en compañía de los seres queridos, disfrute de tu presencia en el Cielo, en la casa definitiva.
Sea como fuera, aquí o allá, quiero pediros un favor: que le pidáis a Ella por mí, por este pobre abogado, que ahora además se siente hijo adoptivo de Membrilla.
Muchas gracias y feliz Navidad.”

Y el pueblo estalló en un aplauso que podría ser para el anunciador, pero que eran para el Anunciado. Recogí mi galardón –Pregonero de la Navidad– y lo estreché como a un tesoro, saludé y me uní al aplauso para la Esperanza de las Naciones.
–¿Qué tal? –le dije a mi madre.
–A tu padre le habría gustado ­–me dijo.
Y eso me basta. Me llena de orgullo.
Gracias Paqui, Pepe, Ricardo y José Carlos, gracias a todos, de veras, por darme la oportunidad de ser alguien, de tener el único título que quiero para mi vida.

martes, 23 de diciembre de 2008

Feliz Navidad

Salí corriendo de la comida del despacho, me cambié y recogí a Julia. Cuando llegamos al supermercado, Carmen, varios amigos, media docena de fiscales y un puñado de abogados llevaban una hora y media llenando carros y bolsas. Cruzamos dos o tres palabras: este año hemos batido récords, tenemos cuatro mil euros, hemos repartido treinta y tantas bolsas de comida esta mañana, hay que darse prisa… Apenas me dio tiempo a saludar, porque la movilización era absoluta: todo el mundo estaba haciendo algo y cada uno sabía qué tenía que hacer. Llenamos el coche de Manolo de comida y nos fuimos a un poblado de rumanos, a repartir comida. Los niños, diez o doce, revoloteaban sucios y obedientes entre nosotros, recogiendo bolsas, packs de natillas y sonrisas. Celia, en el coche, se miraba la mano: tenía el pelo sucio, lleno de tropezones, pobrecito. No dijimos nada.
Más carros, más comida, más garbanzos y arroz y lentejas y aceite y chocolate y latas y esperanza para quien la ha perdido. Jesús y yo nos sorprendimos de vernos con esas pintas: sin corbata, de incógnito. Los coches se llenaban y salían hacía domicilios particulares, poblados y conventos de monjas con prisa por llegar, por repartir y volver. María José, Arancha y su marido, coches, maleteros y asientos: fuego, movimiento y choque. María Luisa y yo, con el coche lleno de bolsas y gente nos fuimos al convento de santa Ángela de la Cruz. A las cuatro y media tenían una cola de gente que atravesaba la plaza. Tres horas más tarde no les quedaba comida para repartir y estaban cerrando la puerta. ¡Hermana! –le grité–: traemos comida. Abrió mucho los ojos, sonrió y me dijo: no nos queda nada, pero Dios siempre provee. Comenzamos a pasar bolsas y una monja de vista ágil compuso cuatro o cinco bolsas y se las repartió a los indigentes (familias enteras) que estaban aún en la puerta. Celia, María y Julia hablaban con las monjas.
Dios les bendiga, nos dijeron.
A mi no, hermana: a quien me envía.
Feliz Navidad, entonces.
¡Feliz Navidad!
Y al final se acabó el dinero. Era tarde, de noche ya. Unos se habían ido, con los últimos coches cargados y allí estábamos otros, custodiando el último carro, como los últimos de Filipinas. Se oía el ruido de las cajeras, tan familiar. Estábamos cansados. Carmen jugaba con un papel arrugado en la mano.
¿Sabes por qué hago estas cosas?
No dejó que contestara.
Pues por esto. Y me enseñó el papelote. Leí: “porque tuve hambre y me disteis de comer”.
Por Mateo 25, 35.


Ahí va una cancionceja. Que hace tiempo que no pongo nada. Y esta pega que es un gusto.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Déficit de atención

Era de noche. Salí de comisaría y me puse a andar de vuelta al despacho, entregado a mis pensamientos. Conozco poco de Ramón; no sé quién es, ni quien fue, ni mucho menos si pudo haber sido alguien diferente a la persona que es. Recuerdo haberle visto alguna vez en la puerta de una iglesia, pidiendo sin pedir. Jamás le he dado dinero. Nunca le he preguntado antes por su vida, nunca le dije “hola, qué tal, cómo estás”. Esta noche quedará en libertad y volverá a los bajos de los almacenes, a dormir entre cartones, como tantas otras noches.
Ayer estaba en comisaría, detenido por no saber dar explicaciones, por estar en el lugar menos adecuado en el momento menos oportuno. Nunca antes me pregunté dónde dormiría, ni a qué se dedicaba.
Ayer le estreché la mano por primera vez. Asistí a su declaración en comisaría y le dejé allí, esperando a que le dieran sus cosas. Caminé por la calle pensando en ese mundo que Ramón me ha enseñado, fabricado de cartones, mantas desechadas, noches frías, hambre… Un mundo en el que no hay sueños ni ilusiones ni navidad, ni domingos al sol, ni una vida mejor, ni el día después a ningún otro día. Un mundo con calles por las que nunca he caminado. Un mundo desconocido, oscuro, escondido.
Era de noche, pero abrí bien los ojos, fijándome en cada cajero, en cada esquina, tratando de descubrir una sociedad que se me ha escondido hasta ahora, a fuerza de no querer mirar, de no prestar atención, de no ver lo que tenía delante.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Brindis navideño

No hay divorcio que nos separe.
Ni mil años que pasen.
Ni tormentas, ni terremotos.
Seremos lo que queramos ser.
Al cuerno con el idiota; con todos.
Por nosotros, amigos.

No sé qué será de mi vida –de nuestra vida– en adelante, pero me temo que nos da igual. Si me lo pidierais, pondría un chiringuito de helados en el Polo Norte.
En la foto falta Santi, el amigo bueno. Pero estabas, porque allá donde estamos, estás tú.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Llegar a tiempo

Los pies fríos, la cabeza fría, las manos frías. Ruidos de los albañiles a escasos metros, abriendo agujeros; catas, decían ellos. Una pared medianera. Polvo, arena, escayola y cemento. Un pleito. Tres peritos. Y el abogado –yo mismo– de pie, en medio de la casa. Conmigo pero sin mi. Más golpes. Frío. Abre aquí también, decían. Vamos a ver cómo está el muro un poco más abajo, decían también. Suciedad. La casa se llenaba poco a poco de polvo. El frío trepaba, atravesaba los zapatos y subía por las piernas. Quieto y aterido, habría huido a cualquier otra parte. Me miré los zapatos. Sucios. Era el colmo del desvalimiento. Cerré los ojos. Suspiré. Y entonces, de la nada, mi cliente me pasó un cepillo por el abrigo. La miré. El gesto me reconcilió con el mundo, con la vida, con el pleito. Volví a la carga:
–¿Es suficiente?
–Creo que sí.
–No me vale. ¿Aguantará o no?
–No lo sé.
–Seguid. Estaremos hasta mañana. Hasta que me deis una contestación.
Me miraron sorprendidos, como al Lázaro resucitado. Había vuelto.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Paisajes diversos

Han sido unos días complicados. Además del trabajo –urgente y complejo– se unieron unas jornadas en la universidad sobre la ley de acceso a la profesión de abogado. Participé como ponente y como anécdota entre otros muchos ponentes y varios centenares de alumnos somnolientos que resolvían complicados sudokus o leían uno de los muchos periódicos que se reparten en la facultad. Solo reaccionaban al chantaje emocional, al lenguaje directo o a mis anécdotas sobre el inicio de la profesión. No me lo pasé mal. Entre otros, participó una muchacha de Garrigues, volcada por completo a vendernos su producto: somos los mejores, los más felices y los más mejores de nuevo; y estamos en medio mundo y sabemos chino y vengo de Estocolmo y os lo digo y me quedo tan tranquila… Era buena. Muy buena. Pero un burro es siempre un burro y nadie me lo puede vender como caballo. Al terminar, no obstante, le dije que me había convencido, que yo también querría ser un abogado feliz de Garrigues; pero ella y yo sabíamos que no lo decía en serio y nos sonreímos pensando una lo idiota que es el otro, y el otro en cómo lograr una sonrisa de muñeco de cera. Por allí estaban también dos abogados jóvenes: uno de la asesoría jurídica de Ferrovial y otro de Adarve Abogados, que, entre otras cosas, perdió su blackberry a las cinco de la mañana.
También habló Luis Manuel, abogado, amigo y compañero en la junta de gobierno del colegio. Habló de su experiencia como “abogado de pueblo”, con un discurso emocionado y sincero –ajeno a las elementales directrices del véndame vd. su moto– que levantó aplausos de los trescientos alumnos y la veintena de abogados que estábamos allí. El propio Joaquín García-Romanillos (elegante en la distancia) se vio obligado a aclarar que un abogado es un abogado, allá donde esté y que no es mejor la abogacía de Madrid que la de Almagro. Y una leche, pensé yo. Pero esa es otra historia, que ya contaré en otra ocasión.
El viernes visita a Herrera de La Mancha: dos clientes –uno detrás de otro– me esperaban detrás del cristal de seguridad y los barrotes. Al otro lado, tristeza, lejía y frío; sensaciones que la muchacha de Garrigues desconoce por completo.
Hablando de vendedores de humo, ayer participé en una comida coloquio que organiza la agrupación de jóvenes abogados. No quería ir, pero las circunstancias y una llamada al móvil me convencieron. Comimos con Manuel Marín, presidente que fue del Congreso de los Diputados y reciente predicador del cambio climático. Nos vendió sus ideas, despacio, en voz baja, con esa apariencia tolerante-recién-llegado-de-vuelta-de-todo que tanto me irrita. Dio caña a los otros, dedicó ironías a los suyos y nos habló de sus cosas, sin que pudiéramos arrancarle qué pensaba de algo, de cualquier cosa. A veces, solo a veces, ser políticamente correcto, es insoportable incluso para uno mismo.
Al terminar de comer me fui al despacho, a trabajar un poco y poner orden en varias cosas. La tarde transcurrió tranquila y al salir, sin darme cuenta, las luces de la navidad se habían encendido en mi ciudad. Ya es Navidad.