jueves, 27 de noviembre de 2008

La casa encendida

Últimamente hace mucho frío –apenas un triste grado, esta mañana– así que no es de extrañar que haya recibido con cierta frialdad a los peritos de los demandados. Mis clientes, sin embargo, estaban extrañamente animados. Han enseñado sus casas agrietadas como si fuera un museo: fíjense en esas grietas, aquella moldura, estas humedades. Hum… Qué maravilla, pensaba yo. Aquella grieta tiene forma de luna, pensaba también. Y me sonreía, mirando las molduras aztecas de la escayola del techo.
Los arquitectos apuntaban diligentemente, hacían fotos y se paseaban por la casa como el domador entre los leones. Al principio me mantuve alerta, pendiente de cada comentario, de cada mirada de los arquitectos. Pero me duró poco. A las dos horas paseaba por los pasillos como alma en pena. Medio aburrido, lanzaba miradas furtivas a los pedazos de realidad familiar que se escondían en cada casa: fotos, televisiones ultra-planas-de-plasma, paisajes plastificados de Van Gogh, recuerdos de un verano en Peñíscola, juguetes –miles de ellos–, cientos de películas y deuvedés, olores que se mascaban, gatos, perros y cobayas, patios, ventanas, cortinas, neveras, mecheros, invitaciones, cartas, miradas perplejas de familiares desconocidos y sonrientes, dibujos de niños, "te-quiero-mamá", adolescentes cuidando de bebés mientras chatean con amigos lejanos… Me deslizaba invisible como un cazador experimentado entre las intimidades familiares. Y juzgaba cada vida, cada familia. Estás triste, porque no puedes ser feliz con estos cuadros, me decía y al instante me sentía mal, por la frivolidad del pensamiento.
Cuántos libros, he dicho en una de las casas en un arrebato de sinceridad; hastiado de vulgaridad, quizá. Y se ha sonreído cuando he sacado “Matar a un Ruiseñor”. Lo he abierto y lo he olido, despacio, cerrando los ojos. Yo hago lo mismo, me ha dicho. Encima de la mesa, "Suite Francesa".
–¿Te está gustando?
–Sí, mucho. Hemos hablado. Tenía un brillo de inteligencia en los ojos y más de ciento cincuenta palabras para definir cada libro.
–Néstor, ¿nos vamos? Los peritos, desde la puerta, en su mundo de grietas y humedades y secciones de tubos y arquetas…
–Sí, esperad un momento. Pues tienes que leerte “Ardor en la sangre”, he dicho. Y me he ido. Y he salido sonriendo a la calle. Hacía frío. Pero el sol, por fin, calentaba.

jueves, 20 de noviembre de 2008

El orgullo

No es la primera vez que me pasa, pero en esta ocasión me ha dolido de veras. Un abogado me ha citado en su recurso de apelación para criticar lo que –a su juicio– fue una “actitud desleal”; así, actitud-desleal-del-letrado. El recurso todavía me cita unas cuantas veces más, sin mencionar en ningún caso que le gané el pleito con costas, que le desestimaron la demanda porque es un chapucero y porque no se prepara las cosas. Tampoco dice que la compañía de seguros para la que trabaja le ha tirado de las orejas. No, no lo dice.
Y me duele. Y me duele aún más que me duela, porque lo que me duele de veras es el orgullo. Ay, el orgullo. Es difícil de explicar. No hay nada peor que un corazón orgulloso herido: es como una marea desbocada y autodestructiva, que no descansa, ni duerme ni olvida. El orgullo envilece, sin duda. Te hace imprudente, antisocial, odioso. Y solo caes en la cuenta cuando es demasiado tarde.
He pensado en denunciarle al colegio por una infracción deontológica (sí, los abogados tenemos un Código Deontológico), desquitarme en mi escrito de contestación a su patético recurso, ponerme en contacto con la compañía de seguros para explicarles lo lamentable que es su abogado… Pienso en ello de noche. Y me duermo, apretando los dientes, arrullado por el ruido amargo de la venganza y del viento corriendo afuera entre las antenas. Pero luego llega el amanecer y me olvido. Y así un día y otro.
Mañana haré el escrito y pasaré por alto sus palabras.
Compórtate como un caballero, me han dicho. No. No lo haré por eso. Lo haré porque soy olvidadizo para lo bueno y lo malo. Porque yo soy así.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Cómo conseguir las cosas con una sonrisa

Entré en el juzgado. El ambiente era tenso. Quizá me lo pareciera a mi, porque la última vez que entré allí fue para discutir con un funcionario impresentable. Quizá me lo pareciera porque andaba alterado. No sé. Iba en busca de un informe de sanidad de una lesionada y de un juicio de faltas. Había tres personas y las tres ocupadas, una con el juez, otra con el café y la última –la que me interesaba–, con un procurador amigo. Había cierto barullo:
–¿Qué quieres?
–¡Lo quiero todo! –le dije. Nos reimos y me resolvió el problema. Y fuera, en la calle, pensé que quizá ese sea el problema: todo nunca es mucho. Pero es todo.



Dedicado especialmente al duque, al conde-duque, al marqués, a Mr. Paraguas y al muñe, por ese cruce de mails tan divertido de esta tarde (que ha logrado que sonría) y por esas cervezas que nos quedan por beber.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Dos recortes y dos relatos

Sé de piedra. No dejes que nada te perturbe. Haz lo que debes. Es anciana, pero no es tonta. Le tiemblan las manos. Pero, cuidado, sabe dominarse. De lo que ella diga, de la forma que tengas de llevarla, depende el pleito. Crees que tienes razón, haz que todos lo vean. ¡Ánimo! ¡Respira hondo! Que no se note. Estás preparado. Lo estás y lo sabes. Sabes qué debes hacer, cuáles son las preguntas y cuales las respuestas que quieres. Mírala. Mírala con mirada de hielo. Haz que te mire. Mírala a los ojos. No sonrías. No te muevas. Inquiétala. No le des tregua. Sorprende con esa primera pregunta, aprovecha que no está preparada, que se equivocará al contestar. Mírala. Ahora mira al juez. ¡Ahora! Dilo:
–Con la venia, señoría.
~ ~ ~
Una cosa son ilusiones, o deseos. Pero planes…
Me dijiste.
Y hoy me acordé, porque –hoy, ahora– estoy lleno de proyectos, de planes. Y de ilusión.
~ ~ ~
Era lunes y el funcionario pensó, mientras moría atropellado: qué mala forma, ay, de empezar la semana.
~ ~ ~
Mira los árboles.
Y el niño los miró.
¿Sabes por qué crecen tan altos? ¿Por qué son tan robustos, tan fuertes, tan verdes?
El niño no dijo nada. Miró a su hermano con los ojos muy abiertos.
Por las raíces. Porque se alimentan de tinieblas. Por eso tú y yo tenemos que ser malos para ser fuertes.
El niño miraba al árbol y a su hermano. Y ahora –ya mayor y herido en el corazón– piensa que ni un día, ni uno solo, se ha lamentado por el consejo malgastado.

martes, 4 de noviembre de 2008

Solo

Esta mañana el colegio me ha designado la defensa de un cliente del turno de oficio. He abierto la carta y he leído el nombre. Me suena, he pensado. Mucho. Le llevé un asunto hará cosa de un año o dos. He buceado en la memoria hasta que he dado con el recuerdo exacto: un robo, con mucho alcohol y una pelea como final de fiesta. Entonces era menor de edad. Ahora no y está en prisión. No sé el motivo, pero mañana me enteraré. Iré a verle, porque lo peor de la prisión es –sin duda– la soledad. La vida te prepara para todo, tiene antídotos para cualquier situación, para cualquier problema. Pero nadie te dice qué hacer cuando enloqueces de soledad. Me lo dijo el otro día una muchacha adolescente:
–¿Cómo está tu padre?
–Solo.
Su padre está en prisión, separado de una mujer que le teme y de unos hijos que no saben qué pensar. Solo, me dijo. Solo, pienso ahora, porque se me quedó grabado. El abogado no es el mejor amigo del cliente, pero, en muchas ocasiones, es todo lo que tienen.
Sí, iré a veros esta misma semana.