jueves, 29 de enero de 2009

Contra mundum

Se vieron por primera vez en un psiquiátrico. Se miraron un momento y al instante –cuerdos o locos– supieron que la vida no tendría sentido sin el otro. Él inventaba locas historias para que ella se riera y ella se reía. Él cuidaba de ella y ella se dejaba cuidar. Te quiero, dijo él. Y yo también, dijo ella. Por eso, cuando él salió la esperó. Y juntos huyeron a donde nadie les conociera. Ella encontró alguien que la quería con locura y él alguien en quién derramar los cuidados de un corazón ansioso de dar.
Pero su mundo estaba fabricado de papeles de colores, de noches de luna llena, de burbujas y de sueños; no había sitio para las hipotecas, el humo, el dinero, los alquileres, las bombonas de butano, las cajeras del supermercado… Bien pronto su mundo sin reglas ni dueño se estampó contra la realidad del mundo real. Somos fuertes y jóvenes, se dijeron. Corre, apresúrate. Sí, decía ella, eso: ¡apresúrate a vivir! Lejos de paralizarse, siguieron corriendo en su particular road movie, dejando el camino sembrado de citaciones de juzgados. Él le decía no temas y ella le creía.
Esta mañana les he leído a los dos la denuncia.
Prestaréis declaración como imputados. ¿Me entendéis?
Sentados muy juntos, cogidos de la mano, se sentían seguros. Él y ella y el tranquimazin contra el mundo.
Es mentira. Ha dicho él.
Sí, es mentira, ha dicho ella. Y ha apoyado su cabeza en el hombro de él.
Vale, he dicho yo. Contra mundum, he pensado.
Después de declarar se han marchado. Les he despedido en la puerta. Se han ido cogidos de la mano, susurrándose, riéndose quizá del tonto abogado que les ha dicho que deben ir con cuidado.
Me he quedado en el hall, muy quieto, unos minutos, viendo pasar gente.

domingo, 25 de enero de 2009

Vive como quieres

Sostenía la previsión meteorológica que hoy llovería mucho, que las rachas de viento alcanzarían los 75 km/h y que la temperatura no subiría por encima de los ocho grados centígrados; y sin embargo salimos en bici. Medio adormilado, aterido de frío, lleno de dudas y con el estómago lleno, comencé a pedalear de camino al Parque de Gasset, al encuentro de los del Séptimo Piñón. Aún no llovía. Hemos perdido estilo, pensé, al ver bolsas de plástico arrastradas por el viento, en lugar de los matojos del “far west”. Una ciudad dormida y solitaria se merece matojos mecidos por el viento.
Hola, buenas.
¡Hola! ¿Qué tal?
Qué majos, pensé.
Has visto que tocaba Pinos Altos y no te has resistido, ¿verdad?
Hum… Verdad verdadera.
Poco a poco, de uno en uno, fueron llegando compañeros, disfrazados de guerra callejera, valientes y sin miedo a lo que nos pudiera caer del cielo. Después de los típicos diez minutos de cortesía pusimos rumbo a la sierra de Pinos Altos, un lugar increíble y recóndito al que me escapo siempre que tengo más de cuatro horas por delante. Es verde, húmedo, oloroso, salvaje, peligroso, radical… Al riesgo de la lluvia se unió uno más peligroso: el cazador. El cazador es un tipo curioso que habitualmente lleva una escopeta y siempre la razón, quizá porque lleva escopeta. No cabe discutir con él: siempre tiene la razón. Y como últimamente evito a los que siempre tienen la razón, hoy no podía ser una excepción. Dimos un rodeo para llegar al lugar al que queríamos llegar: un camino lleno de piedras, de subida tensa, constante y progresiva al final de la cual hay una curva –mítica, como las del Alpe D’Huez– que pocos superan, por la pendiente, la grava suelta y los surcos que deja el agua.
Después de la última parada me había quedado el último, así que pasé con aire adolescente de suficiencia a media docena de ciclistas antes de llegar a La Curva. Marta se me puso a rueda y afrontamos el último tramo. Unos metros por delante Vicente subía con esfuerzo, marcándome la trazada ideal. Empecé a pasar calor. Comenzó a llover. Ahora me caerá un rayo, pensé. Pero no cayó. Las pulsaciones rozaban los 185, así que eché toda la tranca (plato pequeño y piñón grande) y apreté los dientes. A mitad de curva comencé a bendecir el piñón 34-11 que me había puesto Mario el viernes. Esos dos dientes son, sin duda, el mejor amigo del hombre.
Arriba la lluvia arreció. Nos tapamos como pudimos y comimos algo (barritas energéticas, plátanos, chocolate, magdalenas, mazapanes que han sobrevivido a la Navidad…). Comenzó la vuelta con una bajada y un rodeo para llegar a la senda de las abejas. Subida, bajada, llano, más subida y una bajada tremenda en la que me lancé a tumba abierta, saltando como un ciervo, contento de estar vivo, entero, mojado y encima de la bici. Llegué el primero a la carretera y me tocó esperar, mientras el frío se me colaba hasta petrificarme el ánimo. La vuelta me costó mucho. Intenté tirar, pero las piernas –como la esposa afligida– comenzaron a echarme en cara los desaires acumulados en la última semana y, especialmente, en los últimos minutos. Otra vez al límite, pensé. Cuatro grados; empapado y tembloroso, traté de calentarme un poco moviendo mucho las piernas, pero el frío había llegado a los huesos. Tocaba pasarlo mal. Al llegar a Las Casas me puse a rueda de Vicente, pero pronto me dejó atrás. Busqué la comodidad en los veinte kilómetros por hora, viendo como me pasaba todo el mundo. Ay, el orgullo.
He llegado a casa empapado, embarrado y con los pies y las manos chorreantes y adormecidas. Ducha, agua caliente, jabón, más agua caliente.
Hum… Dos llamadas perdidas. Era Jorge.
¿Qué tal todo?
Increíble. Tenías que haber venido. ¿Qué hacemos la semana que viene?

Imagen graciosamente cedida por la Peña. El tercero soy yo mismo. Aún no había empezado a llover, ni habíamos atacado la temible cuesta. Y la canción de Cinematics que quité para poner la foto, os la enlazo aquí para que disfrutéis nuevamente.

viernes, 23 de enero de 2009

La inevitable insatisfacción

Salí de la sala, despedí a mis clientes y me fui pasillo adelante, aún con la toga puesta. Aún con dudas. Pensativo. Miré fuera y, sin quererlo, me metí dentro. Los pleitos de tierras en una tierra como esta tienen una importancia capital. Aquí la gente mata por un puñado de metros cuadrados, por unas olivas, por un tractor que se mete donde no le llaman, por una servidumbre de paso que alguien quiere imponer. Aquí la tierra es sangre: la sangre de la familia, de los abuelos y de los hijos de mis hijos. Y la sangre arde y en el incendio carboniza familias, amistades, matrimonios, pueblos...
Salgo con la sensación de que me he olvidado algo, pero no me preocupa, porque siempre acabo igual. Al fondo del pasillo un abogado y buen amigo esperaba para entrar a su juicio. Me conoce bien y me aconseja mejor, así que no me costó detenerme. La conversación se fue animando y se unieron varios compañeros, para aliviar los nervios o el hastío de la espera. Risas, chistes, sucesos diversos, quejas: minutos de relajo antes bucear en la seriedad del foro. ¿A qué juicio vienes? Al de las once y media. Ah, ¿por quién? Por los conejos. Oye, si no es indiscreción, ¿cómo vas a defender que tus conejos se han comido la cosecha? Nada más fácil: los conejos solo obedecen a sus instintos, ¿verdad? Sí, supongo que sí. Bien, así que los animales solo hacen aquello para lo que están creados, para aquello que les manda la naturaleza: ¿vas a demandar a Dios, entonces? ¿Vamos tú y yo a dar cozes contra el aguijón? ¿No se preocupa Dios de los lirios del campo y vas a inquietarte tú por unas cosechas de nada? ¿Te suena el litisconsorcio pasivo necesario?
Volví al despacho riéndome. Y aún lo hago con el recuerdo.

lunes, 19 de enero de 2009

Listas de cosas (I)

Bien, lo cierto es que hoy tengo que mandar varias cartas, llamar a una abogada para convencerla de que su cliente pague el mío y nos evitemos un pleito, llamar a un compañero para decirle que le pagamos y que no demande a mi cliente, solucionar un siniestro con una compañía de seguros, hacer y presentar varios escritos, pasarme por notaría, llamar a la notaría de Piedrabuena, llevar la bici a que le cambien la cadena y el casete de los piñones, pasar la revisión al coche (y reparar un pinchazo), preparar una reunión para esta tarde, reservar mesa para mañana y hacer los trimestrales del IVA y el IRPF (*)…
Levanto la cabeza y miro al frente. Seguro que se me olvida algo. Miro de nuevo lo que he escrito. No me quejo, no; es que me alivia poner en orden la lista de cosas pendientes. Es que me gusta estrenar un papel en blanco. Me ha gustado estrenar mi moleskine de 2009.

(*) ¡Albricias! ¡Acabo de descubrir que tengo de plazo hasta el 30 de enero! De regalo por el hallazgo feliz os dejo una canción de Vampire Weekend.

lunes, 12 de enero de 2009

Y sin embargo lo cuento

No debería contarlo, porque me comprometí a contar algo bonito y verdaderamente agradable. Pero es que tengo un problema. Cuando me enfado –cuando me enfado mucho– me convierto en un verdadero salvaje: pisoteo los convencionalismos, cruzo fuera de los pasos de cebra, pienso mal de la gente y maldigo entre dientes al sol que alumbra o a la nube que lo tapa… Soy un gamberro, un delincuente, un antisistema, un outsider moral. Y la vida –el sistema, la sociedad– se venga de mi como un animal herido; de veras, reacciona con especial hostilidad. Y un idiota me rompe la luna del coche, pincho una rueda, mi banco dice que ya no quiere ser mi banco, se acaban las magdalenas o el café sin previo aviso… Es Vietnam. Irak. Sarajevo. La guerra contra el viento. Mi guerra.
No debería contarlo, porque dije que no lo haría. Pero es que hoy ha sido uno de esos días. Esta mañana aparece Toñi por el despacho. El que fue su marido se marchó con otra. Y no ha vuelto. Y no llama. Y paga poco.
–Ya no me importa el dinero, ¿sabes? Es que no ha llamado a su hijo. Ni un mal regalo por reyes, ni una llamada en fin de año… Pasó la nochevieja con el teléfono en la mano, esperando una llamada de su padre. Y no llamó. No sabes lo que he pasado.
Se fue. Aún tenía la cabeza entre las manos, cuando suena el móvil:
–Sí, Javi, dime.
–Oye, que estoy delante de tu coche… Tienes la rueda pinchada.

jueves, 8 de enero de 2009

Sensaciones que no sé explicar

Comencé la semana con una anotación rápida en mi moleskine: “¿Por qué es tan difícil hacer entender que nuestros actos (buenos o malos) tienen trascendencia? Voy a escribir un libro que se llame ‘Reflexiones de un abogado en el juzgado de guardia’.”. Me llamaron a primera hora, porque estaba de guardia de juicios rápidos y porque había juicios rápidos, cinco o seis, aquella mañana. Miré el primero de los atestados: delito contra la seguridad en el tráfico (alcoholemia). Triplicaba la tasa permitida, se tambaleaba y el aliento a alcóhol era tóxico. Después de cenar y de tomarse unas copas de más, se metió en el coche. La Policía Local y el alcoholímetro hicieron el resto. Allí estaba, de pie, mirando distraído los cristales sucios.
Bien, ¿sabes que has metido la pata?
Lo sé.
¿Sabes que la pena mínima es de doce meses de retirada de carnet?
No pueden. Soy camionero, ¿sabes? Mi jefe me despedirá. No puede ser; haz algo.
Le miré, de reojo, pero no dije nada. Subí a hablar con la fiscal.
Mira, Carmen, es que es camionero.
Pues que se lo hubiera pensado antes. Voy a pedir acusación.
Y con la rebajas, ¿en qué se me queda?
Ocho meses, con la rebaja del tercio. Y la multa mínima. ¿Qué tal el fin de año?
Hum…
Mi cliente lo consideró excesivo, pensó que no había hecho lo suficiente, así que no hubo acuerdo y la fiscal terminó por pedir acusación: veinticuatro meses de retirada de carnet. Aún no se me ha quitado la cara de idiota.
Anoche visité a un cliente en el depósito de detenidos de la Policía Local. No supe qué decirle, así que le dije lo primero que se me ocurrió: ¿has cenado? Me miró con los ojos de un hombre de sesenta y tantos años, que había llorado demasiado. No quiero nada, me dijo; le he dado todo lo que ha querido, sollozó. Frío a la ida, frío en el calabozo y frío a la vuelta. Me costó dos horas dormirme esa noche: estaba aterido, dentro y fuera.
A la mañana siguiente metí a Sabina en el coche y nos fuimos al juzgado –juicio rápido a las nueve y veinte–, cantando para entrar en calor: “yo no quiero un amor civilizado/con recibos y escena en el sofá”.
Rafael no paraba de llorar. Era patético. Temblaba. No había dormido. Nadie honrado duerme bien en los calabozos. Miraba al suelo. Desvalido. Ecce homo, pensé.
Escúchame, Rafael.
Sí, te escucho, dime. Lloraba.
El día 8 de diciembre…
Sí, el día 8 nos fuimos ella y yo, al pueblo…
Ya, pero…
Juntitos. Y desde entonces...
Y se le quebraba la voz. Lloraba, como lloran los ancianos. Como lloraría mi abuelo. Como llora un hombre que pierde a la mujer que ama, tras cincuenta años de matrimonio. Como solo llora el que ha perdido todo lo que tiene.
Miré a mi alrededor y quise estar lejos: en Marte. Pero me quedé y navegamos en el temporal de acusaciones falsas, recuerdos y recriminaciones.
Salíamos a las tres y media, con la orden de alejamiento y una prohibición de comunicarse con su lejana esposa.
¿Sabes? –me dijo–: he pasado la Nochebuena solo. Y la Navidad. Y nochevieja. Es la primera vez, desde hace cincuenta años. Eso tampoco lo he dicho: ¿era importante?
No supe qué decir.
Encendí el coche. Sabina aún cantaba –cínico y dolorido–, pero cantó solo. Paré en un semáforo y apunté en la moleskine: “y morirme contigo si te matas/y matarme contigo si te mueres/porque el amor cuando no muere mata/porque amores que matan nunca mueren”.
Me voy a dormir.