martes, 27 de abril de 2010

La mujer de los cien zapatos

El ser humano no está preparado para los finales, para asumir que las cosas se terminan, para amanecer un día pensando que puede ser el último. Por eso la mujer se quedó muda, cuando abrió la puerta en pijama. Al otro lado esperábamos los funcionarios de la comisión judicial, mi procuradora, dos policías locales, el cerrajero, mis clientes y yo. Antes de que pudiera balbucear una excusa, la agente de la policía local le advirtió que el juzgado había señalado el lanzamiento del desahucio para las once de la mañana de hoy y que debía abandonar la vivienda de inmediato.
Se quedó petrificada.
Eran las once y diez minutos de la mañana.
Pasamos a la vivienda. La mujer comenzó a balbucear, con el miedo en el cuerpo. Miedo al más allá, al día después, a los minutos siguientes. No puedo pagar, decía. Conté unas sesenta botellas de alcohol, primeras marcas en alimentación, cosméticos y limpieza, climatizador… Y más de cien zapatos y ropa moderna y de calidad. La miré en silencio. Veintiséis meses sin pagar la renta y más de cien zapatos, algo falla, pensé.
Apenas unos minutos después de las doce la dejé en la puerta de la calle, con cinco bolsas y alguna maleta. En la calle. Me fui a tomar un café con mis clientes, ajeno a todo, como el verdugo que se rie al ver rodar la cabeza más allá de su hacha.
No me da pena.
No.

jueves, 22 de abril de 2010

Recupero la fe

Vicente cogió una piedra y golpeó varias veces el cristal blindado del restaurante hasta hacer un agujero. Pensaba entrar y desvalijar la caja, pero un vecino avisó a la Policía Nacional. Le detuvieron cuando se escondía a un centenar de metros. Eran las tres y pico de la mañana. Vicente tenía antecedentes penales como para hacerle sospechoso de casi cualquier cosa que hubiera pasado aquella noche en la ciudad.
Eso decía la fiscal. Esa era su película.
Yo conté otra. Vicente estaba recogiendo colillas del suelo para hacerse un cigarrillo cuando le detuvo la policía. Nada más y nada menos. Eso es todo lo que teníamos. Un tipo desarrapado recogiendo colillas a las tres de la mañana. No tenía marcas en las manos de haber tirado piedras, ni aparecían sus huellas en el cristal. No había tratado de huir. Solo era un tipo sucio con una docena de colillas en los bolsillos. No había testigos. El vecino no le vio o no le reconoció o no le quiso reconocer.
Miro la sentencia y hago memoria. Defendí mi película con vehemencia, apretando a los testigos, ridiculizando la otra versión.
Y mi película ha ganado el Oscar.
Han absuelto a Vicente.
Algunas veces la justicia te da una alegría de éstas y recuperas un poco la fe en aquello que se llamaba "presunción de inocencia"; porque al parecer son los jueces los que imparten justicia y no los periódicos, las vecinas y los corrillos de café.
[No sé si mi película está basada en hechos reales, porque no sé qué es lo que pasó. Yo no hago justicia, solo defiendo a mis clientes]