domingo, 24 de octubre de 2010

Mañana de sábado

La peluquería tiene esas cosas, que mientras te cortan el pelo te enteras de la vida y milagros del vecindario; al parecer el marido de Puri tiene el azucar por las nubes, los Gómez (cuya abuela estaba con los rulos y la secadora) han tenido el segundo niño, no-sé-quién-porque-no-me-he-quedado-con-el-nombre se ha comprado un piso y un tal Andrés ha tenido problemas con el móvil (no logro recordar si se le había mojado, caído al suelo o mordido por el perro) y los de la compañía telefónica no querían cambiarselo. Creo que miro a mis vecinos con mejores ojos desde conozco sus costumbres. Pues bien, mientras me arreglaban el flequillo me sonó el móvil de la guardia: dos muchachas extranjeras detenidas por chorizar unas cuantos botes de champú, jabón y acondicionador para revenderlos en el mercadillo. Apuraron mi corte y el lavado y me fui a comisaría a donde llegué reluciente y con menos pelo.
Las chicas habían dormido en comisaría.
Daban penilla, despeinadas, adormiladas e indefensas. No era la primera vez que daban con sus huesos en los calabozos, porque conocían lo que tenían que hacer: declaro en el juzgado, dijeron. Bien, pensé, nos ahorramos varios trámites.
Salí de comisaría justo cuando los agentes de la puerta empezaban a mosquearse con mi coche, que estaba en la zona de seguridad. Hacía un día precioso, de sol y cielo despejado, azul y frío. Típico día para hacer cualquier cosa menos irse al supermercado, que era lo primero que figuraba en mi lista de pendientes, justo entre “salir con la bici” y “cervecillas con los amigos”. Refunfuñando me metí en el coche y me fui al centro comercial a donde llegaba a las diez y media, dispuesto a llenar mi nevera para la semana. De camino hice una parada técnica en una tiendecilla de la que salía con Huxley y Wells debajo del brazo y con una serie de la BBC llamada “Wallander” que jura ser copia fiel de los libros de Henning Mankel a los que me aficioné hace unos años. Mientras mi nevera y yo jugábamos al tétris me llamaron de nuevo de comisaría: ¿es usted el abogado de oficio? El mismo. Tenemos un detenido. Vaya. ¿A qué hora se puede venir? En cuanto termine con la lechuga. ¿Cómo? No, nada, que llego en quince minutos.

[Continuará…]

ADDENDA: en efecto, "Wallander" no decepciona. Muy buena la adaptación de "La falsa pista" y magnífico Kenneth Branagh. Os dejo con Nostalgia, de Emily Barker, la melancólica canción de la serie (ideal para la noche de domingo).

viernes, 8 de octubre de 2010

Para que nunca se olvide

En los pueblos los pleitos duran toda la vida, más allá del resultado de la sentencia, de lo que digan uno o cuatro jueces; es “el pueblo” el que juzga. Por eso la mitad del pueblo vino a aquel juicio. Se sentaron circunspectos y serios a escuchar las cuitas de dos de sus hijos, absorviendo las razones de uno y de otro, escuchando las explicaciones de los abogados, valorando milimétricamente los gestos. Los míos ganaron la batalla de las apariencias al mostrarse humildes, abandonados y desorientados, como la gallina que va a ser sacrificada para la comida del domingo.
Al salir del juzgado “el pueblo” dio su veredicto: abogado –me dijeron– venga usté a tomarse un café con nosotros. Bien, pensé, hemos convencido. De los cafés pasamos a las cervezas, las tapas y las confidencias sobre la vida íntima y misteriosa de las diferentes familias del pueblo, las tradiciones, la guerra y los asentamientos de la Edad del Hierro. Me debía a mis clientes y a su buen nombre, así que estuve con ellos y con su pueblo hasta que se nos hizo demasiado tarde para cualquier otra cosa.
Unos días después supe que habíamos ganado: la sentencia desestimaba la demanda íntegramente con imposición de costas (delicioso pronunciamiento, por cierto) y tachaba la conducta del actor de temeraria al plantear un pleito tan huérfano de prueba. Bien, dije, esto va bien. El vencido, como el jabalí herido, atacó agotando sus últimas fuerzas, así que seguimos con el guión procesal de siempre: recurso de apelación, impugnación del recurso y, finalmente, sentencia. Ayer, cuatro meses después de la primera resolución, comuniqué a mis clientes que la Audiencia Provincial había ratificado la sentencia: habíamos ganado.
Ahora el vencedor camina orgulloso por el pueblo y el vencido saldrá de su casa humillado, sin amigos, sin palabra. Porque más allá de lo que diga un papel, “el pueblo” le ha tachado de embustero (que suena más letal que mentiroso), hiriéndole en lo más profundo. Definitivamente, no hay nada peor que el descrédito, la pérdida del honor rústico en un pueblo pequeño y anclado en su peculiar código de conducta.

PD: en un bar del pueblo, clavadas con chinchetas, las sentencias con los nombres de unos y otros subrayados, hacen innecesaria una ley de memoria histórica.