jueves, 23 de diciembre de 2010

Catilina se creía un hombre listo

Y sin duda lo era. Lucio Sergio Catilina, nacido en el seno de una familia tradicional pero de escasos recursos económicos, construyó lo que tenía con paciencia. Demostró ser un hombre capaz en los cargos que la república romana le confiaba; de buen verbo, presencia arrogante pero amable y pocos escrúpulos a la hora de eliminar a los que ya no le eran de utilidad, se hizo un sitio reinvindicando para sí las cuitas de los jóvenes, los pobres, los desencantados y los militares retirados.

En el corto espacio de dos años fue derrotado en sendas elecciones consulares y juzgado por varios crímenes y asesinatos, de los que fue absuelto solo por la gracia de los poderosos (quizá movidos por ese impulso que tenemos de dar segundas oportunidades al árbol caído). No podía entender: el gran Lucio Sergio Catilina había sido excluído, el último representante de la gens Sergia se quedaba fuera, no era querido por la nobleza dirigente ni por la base populista. Los votos, el pueblo, las urnas le echaban. Le dolieron entonces por igual el perdón y la condescencia, porque se consideraba digno de algo más que las migajas de caridad. Pudo entonces dedicarse a vivir una vida tranquila y anónima, pero el veneno del poder le corroía.

Reunido con una veintena de conspiradores y de su séquito adulador, se creyó de nuevo ganador y quiso entrar en el ruedo político. A veces –demasiadas veces– el orgullo es estupidez y Catilina era de esos que no se sabe nunca de más. Urdió su conspiración y ajeno a los consejos de hombres importantes que le vinieron a decir que no se juntara con aquella panda, inició su peculiar guerra esperando no ser descubierto. Ah, la arrogancia de la juventud. Vendía humo, palabras bonitas, queriendo destruir lo que funcionaba, criticando lo que debía quedar a salvo del juego político. Y se le descubrió, como al niño en la masa de las magdalenas. Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra? ¿Hasta cuando abusarás de nuestra paciencia, Catilina?, le escupió Cicerón. ¿Hasta cuándo te seguiremos perdonando y disculpando? ¿Cuándo nos dejarás en paz?

Catilina pudo ser un hombre importante, pero jugó mal sus bazas, midió mal los tiempos, eligió mal a sus amigos y despreció a los que quisieron ayudarle. Quería llegar demasiado arriba demasiado deprisa y perdió, arrastrado por su arrogancia. Tarde se dio cuenta de que no era querido, de que quizá no era quién creía ser. Muy tarde cayó en la cuenta. Quizá cuando su cabeza fue arrastrada a Roma, mientras su cuerpo era devorado por las alimañas en alguna colina de Pistoia.

Ay, Catilina, qué inmortal eres…

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Antonia y Aurelia

Eran madre e hija, viuda una y soltera la otra. Vivían juntas en un pisillo de alquiler del que las pretendían desahuciar por falta de pago. La demanda no era buena, pero tenía más razón que un santo, así que maniobramos como pudimos y llegamos a juicio con un simulacro de enervación que no se sostenía en pie. Aún recuerdo mi progresivo sonrojo y la cara del compañero cuando iba desglosando mis motivos de oposición a la demanda. Total, que la conjunción de las constelaciones cósmicas con la suerte hizo que ganáramos el juicio por motivos que aún ignoro.
Fue entonces cuando, muy a mi pesar, me convertí en su abogado de cabecera. Una mañana de verano me encontré a Aurelia en el juzgado, acusando a su jefe de acoso sexual, una semana más tarde me llamaron porque habían denunciado a la vecina de haber envenenado al perro, tres o cuatro días después querían lograr a toda costa una orden de alejamiento respecto de un familiar; y así hasta una veintena de denuncias y juicios de faltas para los que me llamaban casi siempre un día antes y que, como es obvio, perdíamos por falta de prueba. Aunque aquello olía a chamusquina, me costó darme cuenta de que madre e hija habían incubado y desarrollado una especie de delirio, de fobia, una manía persecutoria que tenía en jaque a la mitad de su pueblo porque se sentían perseguidas y acosadas. Bastaba una mirada, un movimiento extraño, una risa mal interpretada para que acudieran al juzgado de guardia con sollozos y crisis de ansiedad a presentar las denuncias más rocambolescas y trastornadas que han desfilado por el juzgado.
El último día que las vi estábamos esperando para entrar al enésimo juicio de faltas, cuando el abogado contrario –muy amigo mío y del mismo pueblo que las denunciantes– se acercó a chivarme que mis clientes habían corrido el rumor de que el abogado les salía gratis porque era el novio de “la Aurelia”. Se me heló la sangre. Ahora hasta me río, pero entonces me quedé petrificado bajo la toga. Ese fue, obviamente, el último juicio que les hice.
Anoche, hablando con un compañero, me entristeció comprobar que este género de trastorno va en aumento.