Felipe enloqueció. Lo supiera o no, por sus venas corría un elemento químico
de menos que, de cuando en cuando, le convertía en otra persona. Una mañana de
enero se levantó con los ojos inyectados en sangre, se vistió un calzoncillo de Spiderman, envolvió su cuerpo en plástico de envolver y se anudó
un pañuelo amarillo en la cabeza. Ya era otro. Estaba preparado. Llovía a mares, pero a Felipe le daba igual (a decir verdad, le daba todo igual). Cogió una sartén y salió por el pueblo a
sembrar el caos y la destrucción, como el Barón Ashler, buscando una justicia
que el mundo no le daba. Al cabo del día la lista de fechorías incluía un
allanamiento de morada, el hurto de unos cojines del Barça, destrozos varios,
lunas rotas, una docena de vehículos con arañazos y abolladuras diversas,
amenazas de muerte, condenación eterna y desastres de futuro varios… Cuando la
Guardia Civil llegó a su casa le encontró bailando una danza india (sic. del
atestado) y gritando que ya había llegado el momento, que se estaba comunicando
con su planeta. Al cabo de dos horas, unos señores de blanco le dijeron ven, le
metieron en una furgoneta y lo encerraron en el psiquiátrico de donde salió
para el juicio.
Como él no recordaba nada, desfiló la mitad del pueblo para contar lo que
habían visto y oído, mientras la juez, la fiscal y yo aguantábamos la risa. El
forense vino a dar un poco de cordura a aquella locura, al decir que Felipe era
inimputable, porque estaba más allá que para acá. Lo llamó trastorno paranoide
y nos explicó –con paciencia infinita– que en las fases agudas, Felipe no sabía
distinguir entre realidad y fantasía: sus pesadillas se hacían realidad,
caminaban por la calle y le hacían la vida imposible.
Felipe, sentado en el
banquillo, flotando entre los vapores de la medicación, nos miraba –pobres mortales–
compadeciéndose de nosotros, los humanos con los pies en el suelo, facturas e
hipotecas por pagar, tristemente cuerdos.
(Ahí va un temita de The Cat Empire, que me hace sonreir)