En los pueblos los pleitos duran toda la vida, más allá del resultado de la sentencia, de lo que digan uno o cuatro jueces; es “el pueblo” el que juzga. Por eso la mitad del pueblo vino a aquel juicio. Se sentaron circunspectos y serios a escuchar las cuitas de dos de sus hijos, absorviendo las razones de uno y de otro, escuchando las explicaciones de los abogados, valorando milimétricamente los gestos. Los míos ganaron la batalla de las apariencias al mostrarse humildes, abandonados y desorientados, como la gallina que va a ser sacrificada para la comida del domingo.
Al salir del juzgado “el pueblo” dio su veredicto: abogado –me dijeron– venga usté a tomarse un café con nosotros. Bien, pensé, hemos convencido. De los cafés pasamos a las cervezas, las tapas y las confidencias sobre la vida íntima y misteriosa de las diferentes familias del pueblo, las tradiciones, la guerra y los asentamientos de la Edad del Hierro. Me debía a mis clientes y a su buen nombre, así que estuve con ellos y con su pueblo hasta que se nos hizo demasiado tarde para cualquier otra cosa.
Unos días después supe que habíamos ganado: la sentencia desestimaba la demanda íntegramente con imposición de costas (delicioso pronunciamiento, por cierto) y tachaba la conducta del actor de temeraria al plantear un pleito tan huérfano de prueba. Bien, dije, esto va bien. El vencido, como el jabalí herido, atacó agotando sus últimas fuerzas, así que seguimos con el guión procesal de siempre: recurso de apelación, impugnación del recurso y, finalmente, sentencia. Ayer, cuatro meses después de la primera resolución, comuniqué a mis clientes que la Audiencia Provincial había ratificado la sentencia: habíamos ganado.
Ahora el vencedor camina orgulloso por el pueblo y el vencido saldrá de su casa humillado, sin amigos, sin palabra. Porque más allá de lo que diga un papel, “el pueblo” le ha tachado de embustero (que suena más letal que mentiroso), hiriéndole en lo más profundo. Definitivamente, no hay nada peor que el descrédito, la pérdida del honor rústico en un pueblo pequeño y anclado en su peculiar código de conducta.
PD: en un bar del pueblo, clavadas con chinchetas, las sentencias con los nombres de unos y otros subrayados, hacen innecesaria una ley de memoria histórica.
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2 comentarios:
Cómo se te echaba de menos...
Felicidades: costascostascostascostas :)
Y en las ciudades, según como, también.
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