martes, 31 de marzo de 2009

Tres confesiones y un anuncio

1.-
La operación salió bien. Ahora mi rodilla izquierda tiene un ligamento nuevo, de alguien que ya no lo va a necesitar porque no camina, ni corre, ni juega al fútbol, ni va a trabajar por la mañana. Pero yo sí, gracias a él.
2.-
Nadie me engañó. Te dolerá, me dijeron. Y dolió, al cabo de tres días.
3.-
Es curioso. No deja de sorprenderme el volumen de cosas que una vida aparentemente normal puede desarrollar a lo largo de una semana. No hablo de los señalamientos, vencimientos, escritos y visitas que debía haber atendido estos días en el despacho (que han sido resueltas por mis compañeros mucho mejor de lo que yo habría podido hacerlo), sino de las cosas ordinarias de las que somos protagonistas sin saberlo. Unas y otras han sobrevivido sin mi. Encerrado en mi casa la vida ha pasado ajena, sin mi.
Y el mundo –mi mundo– sigue en marcha.
4.-
Aquí estoy. He vuelto.

lunes, 23 de marzo de 2009

Hechizado

No te gustan las despedidas. Lo sé. Por eso volviste la cabeza a la hora del adiós, robándome el último de los besos. Da igual. No me importa, porque soy un hombre olvidadizo y embrujado. Porque basta que digáis “ven, tío Néstor” para que salte, rebuznando, a cuatro patas.

sábado, 21 de marzo de 2009

El abominable enemigo

El abogado, como cualquier otro superhéroe que se precie, tiene sus propios enemigos. En contra de lo previsto, el villano más básico es, sin duda, su propio cliente; con demasiada frecuencia se equivoca porque no te ha dicho toda la verdad o porque en juicio se pone nervioso y dice lo contrario de lo que debería, tirando por el suelo meses de trabajo. Pero no es un enemigo demasiado peligroso, porque carece de orgullo: basta que le digas que se ha equivocado para que baje la cabeza y admita el error. No, el verdadero enemigo –el más temible y destructor– es el primo listo del cliente o el amigo que todo lo sabe o el vecino del quinto que tuvo un accidente y resolvió su vida con la indemnización que le dieron. El primo.
Sucede que el cretino del cliente se fia más del primo que de su propio abogado y sospecha de ti cuando lo que le dices no coincide con la sabia opinión del primo o del amigo omnisciente.
Pues bien, Carlos había bebido mucho y había conducido hasta que le paró la Guardia Civil. El trámite del juicio rápido es curiosamente rápido; así que a las tres horas teníamos el atestado, los resultados del alcoholímetro y la solicitud de condena de la fiscal: veinticuatro meses y una multa astronómica. Hablé con la fiscal y se mostró conforme con reducir la condena a ocho meses de retirada del carnet, si se conformaba con los hechos y la pena. Pero Carlos lo consideraba excesivo, porque era camionero y no podía prescindir del carnet, así que rechacé la oferta y solicitamos la citación a juicio.
Volví a mi despacho, mientras Carlos hablaba por el móvil en la puerta del juzgado.
A la media hora recibí la primera llamada del amigo de mi cliente, con instrucciones precisas sobre los testigos que debían comparecer. Se me atragantaron las explicaciones, se me terminó la paciencia, se terminó la batería del móvil y supe que no le había dejado satisfecho. No me extrañó recibir a las dos horas la llamada de un compañero, recomendado por el amigo de Carlos, o por un primo. Quería hacerse cargo de la defensa de mi cliente, porque veía clara su inocencia e injustificada la solicitud de condena. Le di la venia, copia de las actuaciones y todas las explicaciones que me pidió; y me aposté una comida a que no le condenaban a menos de dieciocho meses.
Ya lo veremos, me dijo.
Pasó el tiempo. Se celebró el juicio y llegó la sentencia. Hace unos días hablé con el nuevo abogado: habían condenado a Carlos a dieciocho meses de retirada de carnet y a una indemnización superior a los recursos que podía generar.
Te debo una comida, me dijo.
Recurre y nos lo jugamos a doble o nada, contesté.
Inexplicablemente me alegré. Sonreí de vuelta al despacho pensando en el cretino del cliente y en la cara que se le habrá quedado a su amigo, al primo o al vecino del tercero que tan bien le asesoraba. Tuvo ocho meses en la mano. Ahora tiene dieciocho, la seguridad de que le despedirán y una larga temporada de desempleo. Supongo que me echará de menos. O no, porque el tonto muere tonto.

lunes, 16 de marzo de 2009

Renacer de las cenizas

Como no sé cómo decirlo lo diré sin más: el 24 de marzo me operan de mi lesión de ligamento cruzado anterior. Desde que me anunciaron la sentencia de muerte duermo poco (porque los médicos y yo somos claramente incompatibles) y recibo miles de consejos: depílate las piernas, no te preocupes, preocúpate, apúntate a un gimnasio con piscina, haz rehabilitación, camina mucho, haz caso… Por ahora –este fin de semana– solo he hecho caso a uno: haz mucho deporte, porque estarás un mes en el dique seco.

La foto es del domingo, con la gente del Séptimo Piñon en las Hoces del Jabalón. No dice mucho, pero me ha hecho gracia. Desde la izquierda, Chema, Andrés y yo.

miércoles, 11 de marzo de 2009

El miedo

El miedo paraliza, descompone, deshumaniza. Convierte a las personas en monigotes incapaces de hablar, de pedir ayuda; porque el miedo se escabulle del cuerpo cuando hablas, cuando pides ayuda, cuando dices tengo miedo.
El miedo la condujo a la soledad y al odio. A un odio irracional a todo y a todos y a ella misma. Se odió por ser débil, por no solucionar las cosas, por haber elegido una vida fabricada a base de golpes, asco y frustración. Y ese odio se hizo tan fuerte que se comió la esperanza, las noches de boda, los cumpleaños feliz y los veranos en la playa. El miedo, la soledad y el odio decidieron que su vida no valía nada, que era un cadáver a los treinta y cinco años, que se merecía lo que tenía. No lloró, porque en sus ojos solo cabe el miedo, la soledad y el desamparo.
Hice mi papel: defendí a su marido, silencioso y –por fin– acobardado. Le defendí y salió absuelto. Y desde entonces no paro de pensar. Quizá no la pegó. No lo sé. Pero la ha convertido en un guiñapo, en un trapo sucio, en alguien que no sabe amar porque tiene mucho miedo.

jueves, 5 de marzo de 2009

Siempre corriendo, siempre con prisa

Miré el reloj al llegar el juzgado: nueve y seis, es decir, que llegaba seis minutos tarde. Raquel y su madre me esperaban dentro, inquietas y frágiles, como un oso panda en la jaula de un circo. Les hice un gesto –un híbrido entre el saludo y un seguidme deprisa, que tengo bien estudiado– y acudieron obedientes detrás de mi. Volvimos a repasar la endeble muralla de nuestra defensa; al otro lado estaban el ministerio fiscal, todos los testigos y el sentido común, pero Raquel decía que era inocente y yo, arrastrado otra vez por decisiones ajenas, lo sostenía sin fisuras, al menos hasta hoy. Me hice el encontradizo con los testigos para ver qué pensaban de la Copa del Rey, del tiempo y de mi cliente, constatando con horror que las respuestas subían de tono progresivamente, así que fingí que me llamaban por teléfono. Hay que llegar a una conformidad, le dije a Raquel. Me miró con los ojos húmedos, otra vez; he perdido la cuenta de las veces que la he visto llorar, así que no me emocioné esta vez. Me dijo que sí, que adelante, así que entré en sala, bromeando con la agente judicial y con el juez.
–Hola, buenas, que vengo por lo del cartel ese de “todo al cincuenta por cien”.
Se rieron. No es mala señal, pensé, seguimos con el plan A. Me puse la toga, abrí los brazos:
–Hoy vengo en son de paz, le dije a la fiscal.
–Vamos a verlo, me dijo ella.
Y bajó su petición de pena. Celebramos el juicio de conformidad –un año y seis meses de prisión– y pedí la suspensión de la ejecución de la pena, porque Raquel es buena chica, joven, sin antecedentes penales y ha devuelto la cantidad robada. Nos despedimos en la puerta: métete en la cama y duerme veinticuatro horas seguidas, le dije y se fueron entre el viento y la lluvia.
Miré la hora: diez y cuarto. El móvil había acumulado dos llamadas perdidas. Mientras hacía equilibrios con la toga, el abrigo, la bufanda, los expedientes y el código penal me di de bruces con Conchi, una procuradora que iba a asistir en mi nombre a una conciliación laboral.
–¿Me vas a contar de qué va?
–No, pero te voy a desear suerte y te voy a dar el poder.
–Ya, así que sin avenencia.
–Lo has clavado.
Después de un café con Jesús, volví al pasillo, entre compañeros, gitanos, macarras, delincuentes y matrimonios rotos a ver pasar la vida y esperar a mi juicio. Afuera la lluvia y vientos racheados de más de noventa kilómetros por hora. Volví la vista y me encontré con Rosa-mirada-perdida: me contó que su marido viajaba en un furgón de la Guardia Civil, desde la prisión de Herrera de La Mancha. Yo no sé nada, le dije. Porque yo le llevo el que creíamos que era el único asunto que tenía. Nos miramos, ella como un naúfrago pidiendo auxilio y yo como un piloto de avión, a miles de metros del suelo. Venga, vamos a ver qué pasa. En dos gestiones dimos con el juzgado que le había requerido y con un delito de quebrantamiento de condena al que le asistiría una compañera del turno de oficio. ¿Esto es nuevo? No lo sé, me dijo. Es curioso, porque no sentí la punzada de los celos. Esa no es mi guerra, pensé. Llámame y me dices. Nos despedimos. Miré el reloj: once y media. Entré en el juzgado de menores con la intención de llegar a un acuerdo con los letrados de los menores que golpearon al hijo de mis clientes. Al final todo se reduce a sangre, dinero y honor. A veces el honor tiene incluso su precio. Uno de los abogados me entró mal. Entró duro, violento, sin ganas de negociar a pesar de mis intentos bienintencionados. Aguanté dos o tres sandeces antes de romper la baraja: mira, sal fuera y dile a tu muchacho que pague tres mil euros por daños morales y pelillos a la mar. Me miró como si fuera el espectro de Carlos V y balbuceó algo así como que no le parecía que fuera posible. Le miré con media sonrisa y le señalé la puerta con la mirada. Volvió al cabo de un rato un poco más relajado, con ganas de hablar el mismo idioma, pero llegaba tarde, porque habíamos resuelto suspender el juicio. Y lo suspendimos, al menos hasta el mes de junio.
El teléfono no paraba de vibrar en el bolsillo. De nuevo toga en suspensión y juegos malabares con el abrigo, la bufanda y los expedientes para llegar al despacho, siempre con prisa, siempre corriendo.

lunes, 2 de marzo de 2009

Cada mañana me invento

¿Dirás algo, no?
No sé.
¿No sabes? ¡Venga ya!
Es difícil resumir estos días vertiginosos y emocionantes, así que lo he dado por imposible. Porque tendría que hablar de José Luis y de Óscar y de Santi. Y de Mercedes y María. Y de las pequeñas princesas del pais de Nunca Jamás. Y del tentadero y de conceptos nuevos aprendidos como humillar y novillero y nobleza y vaquilla y semental que nunca acertaré a comprender del todo. Y de amigos y cumpleaños felices telefónicos de esos que me emocionan. Diría algo de todos y cada uno de los mensajes de mi móvil. Y de la sonrisa emocionada que me arrancó Salomé. Y de miradas. Y de Elena, de la que podría hablar durante años enteros.
¿Y de nosotros? Sí, también de vosotros. De Emilio, José Luís, Álvaro, Pablo y Mario. De todos.
Y de mis hermanos. Y mi madre.
Y del cariño que no me merezco, porque nadie –nadie, de veras– es digno de algo así.
Así que, como no sé qué decir, os dejo con una buena canción.