Miré el reloj al llegar el juzgado: nueve y seis, es decir, que llegaba seis minutos tarde. Raquel y su madre me esperaban dentro, inquietas y frágiles, como un oso panda en la jaula de un circo. Les hice un gesto –un híbrido entre el saludo y un seguidme deprisa, que tengo bien estudiado– y acudieron obedientes detrás de mi. Volvimos a repasar la endeble muralla de nuestra defensa; al otro lado estaban el ministerio fiscal, todos los testigos y el sentido común, pero Raquel decía que era inocente y yo, arrastrado otra vez por decisiones ajenas, lo sostenía sin fisuras, al menos hasta hoy. Me hice el encontradizo con los testigos para ver qué pensaban de la Copa del Rey, del tiempo y de mi cliente, constatando con horror que las respuestas subían de tono progresivamente, así que fingí que me llamaban por teléfono. Hay que llegar a una conformidad, le dije a Raquel. Me miró con los ojos húmedos, otra vez; he perdido la cuenta de las veces que la he visto llorar, así que no me emocioné esta vez. Me dijo que sí, que adelante, así que entré en sala, bromeando con la agente judicial y con el juez.
–Hola, buenas, que vengo por lo del cartel ese de “todo al cincuenta por cien”.
Se rieron. No es mala señal, pensé, seguimos con el plan A. Me puse la toga, abrí los brazos:
–Hoy vengo en son de paz, le dije a la fiscal.
–Vamos a verlo, me dijo ella.
Y bajó su petición de pena. Celebramos el juicio de conformidad –un año y seis meses de prisión– y pedí la suspensión de la ejecución de la pena, porque Raquel es buena chica, joven, sin antecedentes penales y ha devuelto la cantidad robada. Nos despedimos en la puerta: métete en la cama y duerme veinticuatro horas seguidas, le dije y se fueron entre el viento y la lluvia.
Miré la hora: diez y cuarto. El móvil había acumulado dos llamadas perdidas. Mientras hacía equilibrios con la toga, el abrigo, la bufanda, los expedientes y el código penal me di de bruces con Conchi, una procuradora que iba a asistir en mi nombre a una conciliación laboral.
–¿Me vas a contar de qué va?
–No, pero te voy a desear suerte y te voy a dar el poder.
–Ya, así que sin avenencia.
–Lo has clavado.
Después de un café con Jesús, volví al pasillo, entre compañeros, gitanos, macarras, delincuentes y matrimonios rotos a ver pasar la vida y esperar a mi juicio. Afuera la lluvia y vientos racheados de más de noventa kilómetros por hora. Volví la vista y me encontré con Rosa-mirada-perdida: me contó que su marido viajaba en un furgón de la Guardia Civil, desde la prisión de Herrera de La Mancha. Yo no sé nada, le dije. Porque yo le llevo el que creíamos que era el único asunto que tenía. Nos miramos, ella como un naúfrago pidiendo auxilio y yo como un piloto de avión, a miles de metros del suelo. Venga, vamos a ver qué pasa. En dos gestiones dimos con el juzgado que le había requerido y con un delito de quebrantamiento de condena al que le asistiría una compañera del turno de oficio. ¿Esto es nuevo? No lo sé, me dijo. Es curioso, porque no sentí la punzada de los celos. Esa no es mi guerra, pensé. Llámame y me dices. Nos despedimos. Miré el reloj: once y media. Entré en el juzgado de menores con la intención de llegar a un acuerdo con los letrados de los menores que golpearon al hijo de mis clientes. Al final todo se reduce a sangre, dinero y honor. A veces el honor tiene incluso su precio. Uno de los abogados me entró mal. Entró duro, violento, sin ganas de negociar a pesar de mis intentos bienintencionados. Aguanté dos o tres sandeces antes de romper la baraja: mira, sal fuera y dile a tu muchacho que pague tres mil euros por daños morales y pelillos a la mar. Me miró como si fuera el espectro de Carlos V y balbuceó algo así como que no le parecía que fuera posible. Le miré con media sonrisa y le señalé la puerta con la mirada. Volvió al cabo de un rato un poco más relajado, con ganas de hablar el mismo idioma, pero llegaba tarde, porque habíamos resuelto suspender el juicio. Y lo suspendimos, al menos hasta el mes de junio.
El teléfono no paraba de vibrar en el bolsillo. De nuevo toga en suspensión y juegos malabares con el abrigo, la bufanda y los expedientes para llegar al despacho, siempre con prisa, siempre corriendo.
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8 comentarios:
Ya es casi viernes, espero que dejes las prisas y descanses el finde.
Y ahora... preparando la bici, y a pasar un fin de semana de esos que te gustan con frío y cuestas...
Relajate. Buen fin de sermana
Ja, ja, ja... Gracias MYRIAM. Ya pasó. Es que ayer fue un día un poco peculiar. Pero me lo pasé muy bien porque trabajo mejor sometido a presión. No sé, lo constato.
FUTURO BLOGUERO, este fin de semana -con permiso, claro- voy a descansar como un verdadero profesional, ja, ja, ja...
MARÍA JESÚS, no te preocupes: en el fondo es exageración porque cuando voy con cara de prisa me lo paso genial. Me aburre no hacer nada.
El tono del relato es veloz, yo iba leyendo con sensación de prisa, con el corazón acelarado haciendo también malabares con tu atrezzo de abogado. ¡Qué bueno que lo leo en viernes!
El título de esta entrada me ha llegado al alma, no sé, algo haremos mal cuando vamos así, o quizá no.
¡ACTUALIZACIÓN!
¡ACTUALIZACIÓN!
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