miércoles, 25 de febrero de 2009

Ana

Ana vivió unos años en el infierno. El hombre con el que se casó fue devorado de la noche a la mañana por otro, anodino y embrutecido, que se escondía bajo una piel de cordero maloliente y mentirosa. Una mañana se despertó y la llamó idiota y desde entonces las cosas solo fueron a peor. Pronto la pegó por no sé qué discusión, después por cualquier cosa, al final porque tocaba. Ana hizo las maletas un día, justo cuando sus hijas decidieron marcharse a vivir a cualquier otro sitio, lejos de los gritos de un canalla al que ya no llamaban padre. Salieron antes de que fuera demasiado tarde, antes de convertirse en un número, en estadísticas del telediario. Y le denunció.
Sentados en el despacho del juez Ana volvió a bajar a los infiernos, de visita. Le pedimos que recordara lo que había olvidado: los miedos, las noches encerrada en un cuartucho, los golpes, las mentiras y los insultos. Tres años de infierno. Tres años miserables sometida por un hombre ignorante. Tres años de su vida.
Mire, Ana, su marido dice que nunca la ha pegado.
Siempre lo niega: lo niega todo, lo niega todo, lo niega todo. Siempre lo hace.
En concreto, el día 12 de diciembre, le golpeó a vd. con un cenicero. ¿Lo recuerda?
Asentí con la cabeza y, dos interminables segundos después, Ana asintió también. Levantó la mirada. Estaba llorando. Se tocó la cabeza.
Aquí, dijo.

lunes, 23 de febrero de 2009

27 días después

Llegué cansado –molido, en realidad– pero sonriente. Ayer, veintisiete días después de que el virus de la gripe tomara el control de mi organismo, me volví a subir en la bici. Siempre es difícil volver y ayer no fue una excepción. Los primeros kilómetros se me pasaron volando, hablando con unos y con otros, repitiendo presentaciones y conociendo a los nuevos. Rodamos rápidos porque el viento era favorable y porque Ricardo había decidido quitarnos las telarañas. Pronto nos metimos en mitad de ningún sitio, tierra y árboles, con el cielo azul arriba y un sol cercano y tímido. A mitad de ruta –en el kilómetro 36– comencé a notar cierta fatiga en las piernas, así que decidí que era hora de dosificar los esfuerzos justo cuando llegamos a una rampa de unos quinientos metros con el 20% y un firme resbaladizo y puñetero. Pude bajarme, como hicieron otros, pero apreté los dientes y tiré para arriba, echando mano del orgullo acumulado durante veintisiete días. Y llegué, creo que hasta con una mueca que podía interpretarse como una sonrisa. Debajo del casco alguien me decía "eres un cretino". No te preocupes, contestaba yo, ahora como algo y me recupero. Sabes que no, decía el otro: ¡cretino!
El resto, la vuelta, se me hizo francamente pesada. Traté de abrigarme con el pelotón, pero me veía tentado con los tirones del grupo de cabeza ("cretino: ¡cretino!"), consumiendo estúpidamente las últimas reservas que debían llevarme de vuelta a Ciudad Real. ¿Cómo vas? Mal, ¿y tú? En las últimas. Pues nos quedan diez kilómetros. Pues eso. Tratamos de evitar el viento en contra dando un rodeo, pero lo inevitable siempre llega, tarde o temprano, así que con la ciudad a la vista me quedé definitivamente sin fuelle, desanimado por unas piernas en huelga de hambre y un siroco que me secó la esperanza. Solo Carlos y su promesa de unas cervezas fresquitas en El Tragón me animaron un poco. Y llegué, me temo que más por las cervezas que por mis piernas o el orgullo (en busca y captura, desde entonces).
Veintisiete días después, he vuelto.

El teté de la course, en mitad de no sé qué sitio. Ya siento la pose, pero es que estaba limpiando el cambio de barro.

viernes, 20 de febrero de 2009

Defragmentando

1.-
Cuando conduzco suelo ir silencioso. Me gusta abandonarme a mis pensamientos, con la música a tope. Entonces me descapoto, abro las compuertas de mi cabeza y los recuerdos se mezclan con la agenda, los problemas, las llamadas que no he hecho… Recuerdos olvidados adquieren entonces vital importancia. Sensaciones, conversaciones, cafés a media mañana, comidas de verano se pasean ante mis ojos. Y sonrío. Y entonces surgen buenos propósitos. Ahí van dos ejemplos.
2.-
Mi aventura con el ajedrez terminó pronto. Apenas un año o dos después de comenzar me tocó competir. Me emparejaron con una chica de mi edad, hija de un profesor de mi colegio. Era rubia, angelical y de ojos azules. La sorprendí con una apertura marca de la casa. Se repuso. Le bastaron doce movimientos para darme jaque y unos cuantos más para derribar a mi patético rey. Fui el hazmerreír durante unas semanas; hasta que lo dejé.
Aquello me sirvió. De aquella infame etapa guardo varias lecciones. La primera es que no hay enemigo pequeño. La segunda es que no debo fiarme de una melena rubia y un par de ojos azules. Ni de mi preparación.
3.-
Soy muy consciente que en ocasiones soy duro, cortante, seco. Que lo hago pasar mal, que hago sufrir. A veces lo hago sin darme cuenta, porque voy llevado en volandas por la prisa y el viento y no presto atención a lo que me dicen. ¿Cómo un elefante en chatarrería? Sí, eso: como un elefante. Y otras –cuando preparo a mis clientes para entrar a juicio– porque sé que el litigio depende de que digan y transmitan exactamente lo que deben decir y transmitir. Entonces no hay margen para el error. Una palabra mal dicha, una pregunta mal formulada y la tierra se abre y nos traga a todos. Por eso me endurezco explicando las cosas. Sé que lo hago pasar mal, que debería explicar mucho más las cosas. Pero no lo hago. No tengo tiempo, pienso; ya se lo diré después.
A Laura se lo hice pasar mal. Antes de entrar a juicio quiso decirme muchas cosas y la corté: no te salgas de esto, le dije.
Me levantaste la voz, me dice.
Sí. Lo hice.
Anoche nos reíamos, porque la sentencia ha salido bien. Ya sonríe. Y eso vale la pena, pero no a cualquier precio. No. Y pienso que la próxima vez no me dejaré llevar por la prisa.

martes, 17 de febrero de 2009

Ganar y aprender

Me dijeron que había venido al despacho, que había dejado su nombre y la promesa de que volvería. También me dijeron que llamaría antes. Me esforcé por ponerle cara y asunto sin resultado. Me quedaba un vago recuerdo de un procedimiento penal en el que le pedían algunos años de prisión por un delito que –como tantos otros– no había cometido. Fue el primero de los hombres que lloraron en mi despacho. Creo que fue entonces cuando aprendí a apretar los dientes y a seguir para adelante. Era el suyo un lamento patético y bochornoso, pero que calaba demasiado hondo. El caso es que después de unos meses un poco tensos, el juzgado archivó el asunto. Me llevé las flores y unos honorarios que Andrés pagó contento y libre.
No le volví a ver.
Hoy ha venido. Sin avisar, sin cita previa: simplemente ha venido. Más patético que nunca.
–Me dijeron que llamarías.
–Sí, pero es que… Bueno, pasaba por aquí.
Tenía poco tiempo así que le he podido dedicar unos minutos. No quería nada. Nada de nada. Sé que suena sorprendente. Solo quería alguien con quien hablar; más bien alguien que le escuchase. Le han bastado tres minutos para ponerme al día: se ha separado de su mujer. Ha perdido su casa, su familia y su vida. Y en el fondo del fondo el hombre se acuerda de su abogado y decide que necesita hablar con él.
–Te portaste bien conmigo, dice.
–Ya, digo. Pero pienso: ¿por qué hago esto?
Total, que el hombre viene y me cuenta y hablamos de la vida, de la política, de su mujer y de los detalles de una separación que le llevó el abogado de su esposa.
–Me olvidé de todo, me dice. Creí que yo era lo más importante. Y lo perdí todo.
–Ya.
Se ha ido. Ya es de noche. Estoy recogiendo la mesa. Me voy. Y pienso que todos los días –todos sin excepción– vengo al despacho a ganar algo. O a aprender algo. O a las dos cosas.


Ya ves, te la he robado. Pienso mucho en ello. Ya eres cómplice –una vez más– de mis preocupaciones.

sábado, 14 de febrero de 2009

Horas llenas de minutos

Logro sentarme y hacer recuento de recuerdos de los últimos días, porque dentro de un tiempo necesitaré refrescar algunas de las sensaciones de estos días. Veamos, el jueves comimos en el Guridi y despedimos a Jesús como bibliotecario de la junta de gobierno del colegio de abogados de Ciudad Real y recibimos al nuevo. El acto fue bien sencillo: tomé posesión, se me impuso la insignia y continuamos –como si tal cosa– con la junta general ordinaria de aprobación de presupuestos. Jesús se emocionó cuando el decano le entregó la placa y me hizo algunas recomendaciones prácticas que trataré de cumplir fielmente. A lo largo de la tarde discutimos de números, gastos, ingresos, huelgas y exigencias diversas del turno de oficio. Al terminar, al salir del colegio, como quien sigue unas normas establecidas de forma misteriosa, paseamos por la ciudad hasta dar con nuestros huesos en el despacho de Elena y Carmen. Hicimos el gamberro adolescente hasta que se nos hizo de noche. Vimos fotos de congresos, placas, cuadros y diplomas, mientras Carmen y Luis Manuel discutían sobre no sé qué de una ponencia para el Congreso de la Abogacía Castellano-Manchega. Para variar, tardamos en decidirnos, así que dejamos que nuestros pies nos llevaran donde siempre: lo bueno conocido, vino, buenas tapas y mejor compañía. Y allí, en el Ángel, pasaron los minutos, las horas, cada segundo; bailaron ante nuestros ojos y cayeron uno tras otro entre risas, preguntas, confesiones, cervezas y tapas. Como poetas malditos reímos, bebimos, escribimos poesías locas y dedicatorias cariñosas y acaloradas. Me guardo la mía para mí, porque sabe a consejo de amigo demasiado íntimo como para exhibirlo al mundo.
Salí de allí –la noche aún era joven, pero no era para mi– con una sonrisa en la cara. Luna y nubes. Caminé despacio de vuelta a casa metiendo en los cajones de mi memoria algunas de las palabras, recomendaciones, flores y consejos de esa noche. Vale la pena tener amigos que te dicen quien eres y como deberías ser y parecer…
Me quedan cuatro años. Cuatro años en la junta de gobierno de mi colegio. Y una vida para disfrutar de la amistad de Luis Manuel y Óscar y Elena y Carmen, la primavera de Botticelli.

miércoles, 11 de febrero de 2009

El idiota

Hadiya es alta, morena, hermosa y árabe. Tiene dos hijos pequeños, muy pequeños. Se casó hace diez años, en su tierra, con un cretino que hoy la ha dejado por una eslava rubia de ojos azules y pocos compromisos vitales. Vino a verme porque quiere divorciarse, con la esperanza de que su marido pase a sus hijos una pensión de alimentos.
Cuéntame, le dije.
Y me contó la historia de su vida, de sus esfuerzos por dejar a su familia, su patria, por seguir a su marido. De su hijos, que son todo para ella. De los últimos meses. De la distancia que le separa de su esposo. De un corazón roto… Pude leer más de su sufrimiento en sus ojos de color de miel que en sus palabras, porque a veces las mujeres no saben hablar con la voz. El niño pequeño dejó de llorar, me miró. Papá, dijo. Le miré sorprendido. Hadiya le dijo algo y el niño comenzó a llorar desconsoladamente sin dejar de mirarme. Le acarició el rostro con ternura justo en el momento en que pensé en destruir al esposo fugado.
Más tarde les despedí en el ascensor. Te llamo la semana que viene, le dije. Y cerré.

Cuéntalo, me dijo Álvaro.
Y, ¿de qué hablo?
De lo idiotas que podemos ser los hombres en ocasiones.

lunes, 9 de febrero de 2009

Dormir

bajo cuatro mantas. Oír el viento aullando fuera. Tocar el frío. Leer a Dostoievski primero y a Michael Chabon después. Calentarme en un radiador de hierro. Reírme. Emocionarme. Bailar bajo la nieve de Segovia. Olvidarme de todo. Comenzar de nuevo.
Eso y mucho más es lo que he hecho este fin de semana.

jueves, 5 de febrero de 2009

El nacimiento de un súper héroe

Decían de él que había asaltado a dos muchachos a punta de navaja, que les había quitado la calderilla de los bolsillos y que les había atemorizado con unas consecuencias desastrosas si se atrevían a denunciar. Sostenía el fiscal de menores que mi cliente corría el riesgo de convertirse en un delincuente peligroso, así que pidió del juzgado la adopción de una medida cautelar: internamiento en régimen abierto en un centro de menores.
La situación familiar del menor no era la ideal, así que no me opuse. El menor y su madre tampoco. Al salir del juzgado, mientras esperábamos al director del centro, el menor habló por teléfono con sus amigos: cuando salga de esta se van a enterar, les decía. Yo le miraba atentamente. No deja de ser un adolescente, pensé. Y a los adolescentes les encanta convertirse en víctimas incomprendidas de este mundo de adultos. Le hice una seña:
–Mira –le dije– te lo voy a decir una única vez: puedes tomarte esto como quieras, pero lo cierto es que la vida te ha concedido una segunda oportunidad. Puedes quedarte como estás y convertirte en un cretino. Terminarás en prisión, enfermo y drogadicto, y morirás a los veinticinco años, tirado en una cuneta, después de vivir una mierda de vida. O puedes aprovechar estos meses para estudiar, aprender un oficio, aprender a leer y escribir, ser lo que siempre soñaste ser… Y el día de mañana tendrás tu propio taller, un buen coche, tu familia, tus hijos y una casita en el campo a la que llevarás a tus padres los fines de semana. Elige. Pero elige tú, no dejes que nadie decida sobre tu vida.
Me miraba atentamente. Su madre también me miraba. Tenía el teléfono en la mano:
–¿Se pué poné? E mi marío. Etá en prisió.
–¿Dígame?
El hombre llamaba desde prisión, agotando la última comunicación telefónica que le quedaba. No sabía nada: se acababa de enterar y estaba sinceramente preocupado por su hijo. Le conté a grandes rasgos lo que había sucedido, la medida de internamiento a la que se iba a someter su hijo y la oportunidad que tenía de rehacer su vida. El hombre, al otro lado de la línea, se echó a llorar.
–Cuide de él, por favor. Haga lo que pueda, abogado; no sé cómo, pero le pagaré, por Dios, que le pagaré... No deje que se convierta en alguien como yo.
Colgamos. Miré al menor.
–¿Qué ha dicho?
–Elige.