Eran madre e hija, viuda una y soltera la otra. Vivían juntas en un pisillo de alquiler del que las pretendían desahuciar por falta de pago. La demanda no era buena, pero tenía más razón que un santo, así que maniobramos como pudimos y llegamos a juicio con un simulacro de enervación que no se sostenía en pie. Aún recuerdo mi progresivo sonrojo y la cara del compañero cuando iba desglosando mis motivos de oposición a la demanda. Total, que la conjunción de las constelaciones cósmicas con la suerte hizo que ganáramos el juicio por motivos que aún ignoro.
Fue entonces cuando, muy a mi pesar, me convertí en su abogado de cabecera. Una mañana de verano me encontré a Aurelia en el juzgado, acusando a su jefe de acoso sexual, una semana más tarde me llamaron porque habían denunciado a la vecina de haber envenenado al perro, tres o cuatro días después querían lograr a toda costa una orden de alejamiento respecto de un familiar; y así hasta una veintena de denuncias y juicios de faltas para los que me llamaban casi siempre un día antes y que, como es obvio, perdíamos por falta de prueba. Aunque aquello olía a chamusquina, me costó darme cuenta de que madre e hija habían incubado y desarrollado una especie de delirio, de fobia, una manía persecutoria que tenía en jaque a la mitad de su pueblo porque se sentían perseguidas y acosadas. Bastaba una mirada, un movimiento extraño, una risa mal interpretada para que acudieran al juzgado de guardia con sollozos y crisis de ansiedad a presentar las denuncias más rocambolescas y trastornadas que han desfilado por el juzgado.
El último día que las vi estábamos esperando para entrar al enésimo juicio de faltas, cuando el abogado contrario –muy amigo mío y del mismo pueblo que las denunciantes– se acercó a chivarme que mis clientes habían corrido el rumor de que el abogado les salía gratis porque era el novio de “la Aurelia”. Se me heló la sangre. Ahora hasta me río, pero entonces me quedé petrificado bajo la toga. Ese fue, obviamente, el último juicio que les hice.
Anoche, hablando con un compañero, me entristeció comprobar que este género de trastorno va en aumento.
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6 comentarios:
¿Te has fijado que todos los trastornos van en alarmante aumento? Imagino que en cualquier ámbito pero, desde luego, en el nuestro... si llegamos a jubilarnos y llegamos cuerdos, seremos ¡héroes! :)
Marta.-
El el tranvía me acordaba hoy del jefe de estación>. No hacía falta seguratas, matones, revisores u otros seres amenazantes. Él estaba allí, la gente le respetaba y si un día un imbécil trataba de colarse, la peña no le dejaba. Joer, y no hace tanto de eso., Bueno, fue en el siglo pasado, pero...
Hum... MARTA pues quizá sea cierto. El problema es que yo, en mi delicioso delirio, no me doy cuenta de los trastornos ajenos.
PIANISTA, eso era de cuando faltar al respeto a un profesor era algo gravísimo (castigado principalmente por tus padres...). Me temo que tan jóvenes somos ya tan viejos.
Los trastornos van en aumento pero a ritmo de vértigo.
El otro día un policía con el que tuve que tratar a propósito de un caso que compartimos, me comentaba su perspectiva. Demoledor, el madero.
¿Había algún dato objetivo que sustentara el rumor de que estabas liado con "la Aurelia"? ¡Jajajajaja! Lo siento, no he podido evitarlo...
jua,jua, jua,jua, jua, jua,jua, jua,jua, jua, jua,jua, jua,jua,
Gracias por atreverte a abrir el melón de la cuestión con tu comentario, Aldaria. Yo pensé lo mismo que tú pero no quería parecer la malvada de la tropa.
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