Y sin duda lo era. Lucio Sergio Catilina, nacido en el seno de una familia tradicional pero de escasos recursos económicos, construyó lo que tenía con paciencia. Demostró ser un hombre capaz en los cargos que la república romana le confiaba; de buen verbo, presencia arrogante pero amable y pocos escrúpulos a la hora de eliminar a los que ya no le eran de utilidad, se hizo un sitio reinvindicando para sí las cuitas de los jóvenes, los pobres, los desencantados y los militares retirados.
En el corto espacio de dos años fue derrotado en sendas elecciones consulares y juzgado por varios crímenes y asesinatos, de los que fue absuelto solo por la gracia de los poderosos (quizá movidos por ese impulso que tenemos de dar segundas oportunidades al árbol caído). No podía entender: el gran Lucio Sergio Catilina había sido excluído, el último representante de la gens Sergia se quedaba fuera, no era querido por la nobleza dirigente ni por la base populista. Los votos, el pueblo, las urnas le echaban. Le dolieron entonces por igual el perdón y la condescencia, porque se consideraba digno de algo más que las migajas de caridad. Pudo entonces dedicarse a vivir una vida tranquila y anónima, pero el veneno del poder le corroía.
Reunido con una veintena de conspiradores y de su séquito adulador, se creyó de nuevo ganador y quiso entrar en el ruedo político. A veces –demasiadas veces– el orgullo es estupidez y Catilina era de esos que no se sabe nunca de más. Urdió su conspiración y ajeno a los consejos de hombres importantes que le vinieron a decir que no se juntara con aquella panda, inició su peculiar guerra esperando no ser descubierto. Ah, la arrogancia de la juventud. Vendía humo, palabras bonitas, queriendo destruir lo que funcionaba, criticando lo que debía quedar a salvo del juego político. Y se le descubrió, como al niño en la masa de las magdalenas. Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra? ¿Hasta cuando abusarás de nuestra paciencia, Catilina?, le escupió Cicerón. ¿Hasta cuándo te seguiremos perdonando y disculpando? ¿Cuándo nos dejarás en paz?
Catilina pudo ser un hombre importante, pero jugó mal sus bazas, midió mal los tiempos, eligió mal a sus amigos y despreció a los que quisieron ayudarle. Quería llegar demasiado arriba demasiado deprisa y perdió, arrastrado por su arrogancia. Tarde se dio cuenta de que no era querido, de que quizá no era quién creía ser. Muy tarde cayó en la cuenta. Quizá cuando su cabeza fue arrastrada a Roma, mientras su cuerpo era devorado por las alimañas en alguna colina de Pistoia.
Ay, Catilina, qué inmortal eres…
5 comentarios:
Muy interesante. Me parece que no es una caso tuyo esta vez (je).
Feliz Navidad.
Gracias por tu entrada, Néstor. Ha sido como un regalo porque me has traído a la memoria los textos de Cicerón que me tocó traducir, lo bien que me lo pasé con el paso del Rubicón de César y tantas tardes empleadas en conocer la lengua y la cultura latina.
En cuanto a Catilina, es la historia de una ambición. Tan antigua como el hombre, y por lo tanto actual siempre. No lo masacremos sólo a él, porque él solo no hubiera hecho lo que hizo.
Y Feliz Navidad, que le he dado a la tecla de enviar antes de tiempo.
Navideeño, navideño no es, pero en fin... Eso si, actual, actualísimo.
Chicos, vengo de volada y os dejo mi felicitación navideña. Mil gracias a todos por estar ahí. Que sepáis que me he acordado muuucho de vosotros. Hale, un abrazo y/o beso, jajaja...
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