Bien, lo cierto es que en ocasiones voy al Asilo de las Hermanas de los Ancianitos Desamparados a ayudar a servir las cenas, dar conversación a los ancianos y recoger los servicios. Voy menos de lo que debería, pero el caso es que tampoco ayuda mucho el hecho de que la cena se sirva a las 19.30 horas.
Este domingo fui. Llegué tarde y –como estaba especialmente torpe– hice mal la mayoría de las cosas que intenté: casi derribo a un anciano al dar marcha atrás con una pila de platos, recogí los vasos (que los domingos-night no se recogen) y me llevé el plato de un residente cuando aún no había terminado su plátano... En definitiva, creo que colaboré de forma bastante eficaz al desamparo de los ancianitos, pero me puse a buenas con el mundo, porque al fin y al cabo creo que es más lo que ellos hacen por mi, que lo que yo pueda hacer por ellos. Me hacen pisar la tierra en la que vivo.
Al acabar y mientras me despedía, topé con la portera –monja, por cierto, y de un fino sentido del humor– y me enganche porque ella tenía ganas de hablar y porque fuera llovía y no tenía ganas de mojarme (esperaré a que escampe, me dije). La monja me contó que había hecho sus bodas de oro (¡50 años!) y que “nunca había estado tan feliz como ahora”. Algo me hizo escuchar esa voz suave y cadenciosa: “Dios me sedujo y yo me dejé seducir… y desde entonces nunca me ha defraudado”.
Pensé: nunca. Es demasiado. De regreso a mi casa traté de meterme de lleno en “El enigma de las arenas” (Robert Erskine Childers) pero no dejaba de dar vueltas al torpedo que me había lanzado la monja: nunca me ha defraudado. Definitivamente había topado con una mujer enamorada perdidamente, que conserva –al cabo de cincuenta años– un amor dulce de recién casada. Mientras haya gente así en esta tierra no está todo perdido.
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2 comentarios:
Me ha gustado mucho tu blog. Gracias por haber comentado en el mío. Saludos.
No sé como he llegado hasta esta entrada. Pero me ha gustado. Seguiré conociendo el blog. Saludos
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